No era un ruido cualquiera. No era como otros ruidos que a veces se oían en el pueblo. Este ruido era distinto, más fuerte y más penetrante que los otros. Y daba más miedo.
El pueblo estaba bastante separado del bosque, aunque no muy lejos, según decían los vecinos. Entre uno y otro, un páramo yermo agitaba al sol las pocas ramas que el viento le había dejado seguir teniendo. Ese viento que iba y venía, que aparecía y desaparecía a su solo antojo y que a nadie obedecía.
El pueblo se secaba lentamente mientras la querida lluvia había desaparecido. Las pocas tormentas que llegaban traían ruido desde el bosque, un ruido de truenos, con muchos relámpagos pero poca, muy poca lluvia.
Pero ahora era distinto. No era ruido de truenos y de tormentas. Era un ruido continuo, como cuando a veces la montaña derrama sus piedras ladera abajo. Día y noche, mañana y tarde, el ruido continuaba.
Venía del bosque pero nadie sabía por qué. En ocasiones, una especie de niebla se asomaba entre los árboles y caminaba unos metros hacia el pueblo. Parecía que el ruido aumentaba cuando esto sucedía. Pero la niebla desaparecía y el ruido continuaba.
Algunos vecinos comentaban que todo era cuestión de ir acostumbrándose. Otros decían que algo habría que hacer para hacerlo desaparecer. Pero unos y otros seguían sin hacer nada, esperando que otros lo hicieran. Y, mientras, el ruido seguía. Cada vez más fuerte.
Una cosa habían observado: cuando la niebla se atisbaba entre los árboles, el ruido era más fuerte.
Un grupo de vecinos, cansados ya de la situación y a la vista de que las autoridades no hacían nada salvo dar largas y mandar rellenar más impresos, se armó de valor y, con sus mejores armas, se reunió en la plaza. Iban con escopetas, alguno con un rifle de caza mayor, con horcas y guadañas. Cada uno con lo que tenía. Animándose unos a otros, salieron del pueblo en dirección al bosque con la sana intención de acabar con el ruido, fuese lo que fuese lo que lo producía. El cura, con agua bendita y un hisopo, y el señor presidente, se unieron a la comitiva.
Cien metros llevaban andados cuando el ruido cesó. Ellos se pararon y se miraron asombrados. Después, miraron al bosque, esperando.
Una densa niebla, más negra que otras veces, iba surgiendo de entre los árboles y se agrupaba encima del bosque. Ellos la miraban crecer y crecer, hasta que la niebla empezó a avanzar hacia ellos. Volvieron a mirarse y empezaron a correr hacia el pueblo, con el cura a la cabeza. Se escondieron en la iglesia y esperaron. Todos rezaban y el cura no se cansaba de echar hisopazos a la puerta para impedir que la niebla entrara. Los demás prepararon sus armas, sin saber para qué.
La niebla entró e inundó el pueblo. Una hora después, se fue retirando hasta el bosque. Fue entonces cuando volvió el ruido. Con más fuerza que antes.
Envalentonados los vecinos, se reunieron en la plaza. Poco a poco empezaron a avanzar hacia el bosque. Todos juntos, como una piña. Con miedo pero con decisión. No querían vivir bajo la amenaza del ruido y de la niebla.
Y el ruido seguía.
Más de medio camino anduvieron esta vez. El ruido cesó de repente pero la niebla no apareció. Aligeraron el paso, animados y llegaron al borde de los árboles. Una suave brisa movió las hojas. Casi huyeron, asustados.
Esperaron. Nadie daba el primer paso. Miraban al bosque y miraban a su lejano pueblo. Nada raro se oía y nada raro se veía. El sol entraba por entre las copas e iluminaba el suelo. Los pájaros cantaban tranquilos y volaban entre las ramas.
Entraron por un pequeño sendero, temerosos aún pero cada vez más confiados y contentos. No había rastro ni del ruido ni de la niebla. “Los hemos vencido”, dijo el alcalde. Y el señor cura se arrodilló e invitó a los vecinos a rezar y dar gracias por lo sucedido. Todos rezaron, rieron y cantaron y sus voces espantaron a animales y pájaros que se fueron retirando.
Nadie, en su euforia y griterío, se dio cuenta de que la niebla iba cubriendo los árboles. Todo lo iba envolviendo y los hombres y mujeres apenas se veían ya unos a otros. Entonces empezaron a darse cuenta y quisieron escapar. Pero ya era tarde.
El ruido empezó a sonar. Procedía del pueblo y cada vez era más fuerte.
Y ellos, ellos estaban atrapados en el bosque.
Ángel Lorenzana Alonso