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Su bata blanca casi llegaba hasta el suelo. Unas gafas colgaban a media nariz mientras sus ojos, muy por encima, decían no con la mirada. Una mano, entre mayor y temblorosa, escribía un no sé qué en un papel lleno de membretes y cuadros que parecían más importantes que las propias letras que dibujaba aquel hombre.
Paró un momento, volvió a mirar por encima de sus gafas, se tocó la oreja con el bolígrafo desgastado de tiempo más que de uso, y sonrió. Por fin, la inspiración “le pilló trabajando” y escribió raudo en el papel, no fuera que se le fuera de la cabeza cualquiera que fuera lo que se le acababa de ocurrir.
Se quedó quieto, como las personas importantes, y releyó las dos líneas escasas que había garabateado, porque si escribía demasiado claro alguien podría leerlo y eso le quitaría toda la suma importancia que tenía. Volvió a releerlo y quedó complacido y satisfecho de su magna obra.
Lo firmó casi con desgana pero con rasgos suntuosos, y llenó los cuadros con etiquetas, sellos y contrasellos. Puso fechas, caducidades, números claves, códigos de barras, más fechas y otros tantos sellos un poco más abajo que los primeros.
Ahora estaba bien. Quitó sus gafas, miró a la pobre anciana que tenía enfrente y le dijo: “Señora Teodora, vaya usted a la farmacia y que le den esto sin falta. Se toma una pastilla cada noche y dentro de dos meses vuelve usted a verme. Ya verá como todo su dolor desaparece”.
La anciana, vestida de negro riguroso, se levantó despacio aunque con toda la prisa que su cuerpo le permitía, cogió el papel entre sus manos cansadas de edad y de tristezas, miró al papel y al médico como queriendo entenderle, pero sabiendo que nunca había aprendido a leer, dio unas gracias apagadas y se fue.
El médico quedó tranquilo. La anciana no tanto. Ni siquiera un poquito. Ya había pasado por más médicos y por más pastillas, de todos los colores y formas posibles. Ya no creía en nada pero tampoco tenía otra cosa mejor que hacer. Las tomaría cada noche, con el ritual de siempre, con la paciencia y tranquilidad de siempre, con la desgana del que sabe que poco o nada van a remediar.
Por eso ella no quedó tranquila. El médico, este médico, como todos los otros que la habían visto antes, no comprendió ni comprendería nunca el dolor que a ella le aquejaba. Ese dolor que sube hasta el corazón, que le hace palpitar más deprisa, que se asienta y se aposenta en sus adentros. Ese dolor negro de podredumbre e hinchado de penas sin curar y de carencias que ya no tienen remedio.
Siempre le preguntaban lo mismo y ella siempre contestaba con un “muy mal, señor médico” marchito como la rosa pasada la primavera. Cuando contestaba a esos médicos, trataba de decirles dónde y cuándo le dolía para, al cabo de un rato, acabar volviendo a decir un “estoy muy mal” que lo resumía todo.
Ni la gente ni los doctores la entendieron nunca. Porque nunca le preguntaron por su vida, por sus hijos muertos hace tiempo, por su soledad desde casi siempre, por su casa a punto de derrumbarse, por sus deudas en el alquiler y en la tienda, por su pequeño perro que apenas si podía andar de tan viejo como era, por sus noches en vela y por ese cansancio de la vida que ya la había abandonado y la había borrado de un mundo que no le pertenecía.
Nadie quiso ni supo entender ese dolor, de todo y de nada, que se lleva dentro y que acaba contigo poco a poco. Nadie entendió, ni la gente ni los médicos, por qué aquella mañana de otoño, sin otro por qué, la encontraron muerta en el rellano de su vieja escalera.
Ángel Lorenzana Alonso