Sonó el timbre de la puerta. Dejé la corbata encima de la cama y fui a abrir. No esperaba a nadie pero… Cuando abrí la puerta, con un “buenos días” a medio salir de mi boca, no había nadie. Solamente una maleta abandonada al lado de la puerta. Era negra y con una etiqueta atada a su asa. Pero nada escrito en la etiqueta.

Esperé un rato para ver si el dueño venía. Me imaginé que habría ido a por más cosas a su coche. Pero, después de más de media hora de larga espera, no apareció nadie. Cogí la maleta y la metí dentro. Cerré la puerta y continué vistiéndome pensando quién podría ser el dueño de la maleta. Y, sobre todo, qué hacía a la puerta de mi casa.

Ya iba a salir y olvidarme de todo aquello cuando volvió a sonar el timbre. Ahora, abrí con cuidado. Un hombre de mediana edad, trajeado y  con zapatos limpios, me preguntó por la maleta. Se la enseñé y, sin saludar, ni presentarse, ni decir nada más, cogió la maleta y entró en el piso. Yo no sabía qué hacer pero me puse en guardia ante lo extraño de aquella situación.

Miró por toda la casa con la maleta en la mano. Cuando llegó a la habitación de los invitados, la que yo tenía pero que no necesitaba, se metió dentro y abrió su maleta encima de la cama. Solamente dijo que esa sería su habitación. Y cerró la puerta.

Me asusté. Preferí no hacer nada por si acaso era una persona violenta. Llamé a la policía y esperé.

Cuando llegaron, después de más de una hora, les conté lo que había pasado. Les señalé dónde estaba el sujeto, abrieron y uno de los policías entró y cerró la puerta tras de sí. El otro se quedó conmigo. Sin decir ni palabra. Antes de cerrarse la puerta, observé que el individuo aquel estaba sin zapatos y tumbado en la cama con traje y todo.

Media hora más tarde, el policía salió y me dijo, impasible: “No se preocupe usted. Todo está en regla. La situación de este hombre es completamente legal y estará aquí unos cuatro meses más o menos”. Los policías me saludaron y se marcharon. Quedé inmóvil detrás de la puerta, sin saber qué hacer.

Estuvimos así un par de días. Él estaba la mayor parte del tiempo tumbado en la cama de “su” habitación. Salía poco y hablaba menos. Me había exigido un juego de llaves y, así, entraba y salía cuando le daba la gana.

Después de unos días, me personé en el ayuntamiento a contarles la situación. Me atendió, muy amablemente eso sí, uno de los concejales. Le conté lo sucedido con todo lujo de detalles, mientras él iba tomando nota en un bloc casi a medio gastar. No me interrumpió nunca aunque, de vez en cuando, me miraba con cierta curiosidad. Cuando terminé, me hizo firmar en el bloc, lo cogió bajo el brazo y se perdió en el despacho de al lado.

Tardó tanto en volver que a punto estuve de marcharme. Pero por fin apareció, cargado de libros y papelajos. Los extendió sobre una mesa y me los fue enseñando uno por uno con la santa paciencia del que no tiene nada más que hacer.

Allí lo explicaba todo, me dijo el concejal. Desde hace ya bastantes años, el gobierno de la nación había dictado y aprobado leyes para favorecer el que nadie tuviera que dormir en la calle. Hasta la vieja Constitución decía algo del derecho de todos a una vivienda. Por eso, los buenos y santos políticos que nos habían gobernado fueron fabricando leyes para aprovechar todos los espacios vacíos, incluyendo las camas no ocupadas en los pisos particulares.

Así habían conseguido que nadie durmiera en la calle, incluyendo a aquellos que siempre se negaron a pagar pisos o hipotecas. Era mejor vivir a cuenta de los demás y gastar ese dinero en vacaciones a sitios exóticos o en comprarse los coches más caros. Las leyes siempre protegieron a los que no hicieron nada.

Salí de allí entre enrabietado y compungido. Me senté en un banco del parque y me dieron ganas de prender fuego a ese piso mío que acababa de pagar. Veinticinco años pagando mes a mes la dichosa hipoteca.

No sabía qué hacer. La situación era difícil y poco prometedora. Tendría que estar cuatro meses aguantando al inquilino. Y después… los señores del gobierno me mandarían a otro. Si yo no era capaz de remediarlo.

Al segundo mes, el hombre de la maleta, muy educado él, me comentó lo de compartir los gastos del piso. Hicimos cuentas y me pagó religiosamente su parte. Pero no era solución.

Esperé pacientemente, pues no me quedaba más remedio, hasta que se cumpliera el plazo de los cuatro meses. No es que diera ninguna guerra el señor ese y hasta se podía decir que era bastante limpio, pero me molestaba su sola presencia en MI piso. Me molestaba no poder disfrutar de mi casa ahora que el piso ya era mío pues lo había acabado de pagar.

El mismo día en que el señor con su maleta desapareció por la puerta, los obreros que había llamado entraron en casa. Derribaron tabiques y quitaron los muebles que sobraban.

Mi piso ya no tenía habitaciones de sobra. Una sola habitación con una estrecha cama, un salón grande y un cuarto de baño inmenso.

Ya nadie vendría a vivir conmigo. No había ni camas vacías ni sitio que ocupar.

 

Ángel Lorenzana Alonso