
El cartero llamó al timbre y preguntó por mí. Era un paquete que venía por correo. No esperaba nada en concreto pero lo cogí. Aunque no tenía ningún remitente. Aunque hasta mí volvieron a llegar antiguas advertencias contra los actos terroristas y cosas así. Pero, me dije, aquello era de otros tiempos y aquel paquete no parecía nada peligroso. Por otra parte, ahora ya nadie mandaba paquetes. Y menos sin avisar. Todo, ahora, pasaba y se hacía por internet.
¿Cuánto hacía que no recibía, ni mandaba, una carta? Años habían pasado desde la última. No me gustaba demasiado aquel paquete. Por asegurarme, llamé a un amigo policía que lo examinó y lo llevó a la comisaría. Al día siguiente, me lo devolvió. Lo habían pasado por el escáner, me dijo. Era un libro.
Así y todo, no sabía quién lo mandaba. Lo abrí con cuidado, corté las cuerdas que lo sujetaban y quité el papel que lo envolvía. Era, por supuesto, un libro. Un precioso libro bellamente encuadernado. Y bastante antiguo, parecía. El título, grabado, era “Un montón de sueños” y el autor estaba como borrado.
Lo abrí con cuidado. La primera hoja, en blanco, tenía una nota manuscrita:
Querido amigo: sé que te va a gustar este libro, trata de lo que siempre hemos estudiado, pero es especial. Ten cuidado.
Un cordial abrazo. Disfrútalo. B.F.R.
Era de un viejo amigo y colega. Un estudioso del mundo de los sueños. Hacía más de treinta años habíamos trabajado juntos y publicado varios artículos científicos sobre los sueños. Desde entonces, apenas sabía nada de él. Pensé que estaba felizmente retirado. Me alegré de saberlo vivo y en buen estado, se suponía. Y me alegré de que se hubiera acordado de mí, todavía.
Busqué su teléfono o una forma de llamarle para darle las gracias. Tuve que llamar a la Universidad y cuando, por fin, pude llamarle, su hija fue la que cogió el teléfono. Me dijo que venían de su entierro. Y que había preguntado por mí, antes de morir. Que estaba preocupado por si había recibido el libro. Le contesté que sí y le dije lo mucho que sentía su muerte. Éramos, a pesar del tiempo y la distancia, buenos y grandes amigos.
La noticia de su muerte me afectó mucho y tarde varios días en acordarme de su último regalo. Cuando otra vez lo tuve en mis manos, casi no me atrevía a abrirlo, por temor a estropearlo. Acariciaba su pasta y su título grabado. Y buscaba, sin conseguirlo, el nombre del autor.
Lo tuve un tiempo en mi mesita de noche. Un día, al moverlo de sitio, un trozo de papel cayó al suelo. Estaba escrito por mi amigo pero no lo había visto hasta entonces. En él estaba escrito un comentario suyo sobre el libro. Un comentario, pensé inmediatamente, dirigido a mí, o a cualquiera que fuera a leer el libro.
Se advertía de que el propio autor había borrado su nombre y que leer el libro podría traer algún problema. Y que nunca se leyera más de un capítulo por día, “para que no se mezclaran los sueños”. Que era conveniente empezar el primer día del año con el primer capítulo y leer uno cada día hasta acabar, el 31 de diciembre, con el último. “Uno cada día”, repetía y lo subrayaba.
Fue cuando reparé en lo curioso del libro. Trescientas sesenta y cinco hojas, cada una con un capítulo a doble página. Y algo asaltó mi mente. Cogí el teléfono y llamé a la hija de mi amigo fallecido. No me lo cogió. Volví al libro y lo observé con más atención aunque no me atreví a leer ninguno de los sueños.
Sonó el teléfono. Pregunté datos sobre la muerte de mi amigo. Todo era un poco raro. Me había mandado el libro el día de Nochebuena “después de haber acabado de leer el libro”, me dijo su hija. Al día siguiente, sin motivo aparente aunque “había pasado una noche intranquila y soñando”, falleció. No estaba enfermo ni lo había estado últimamente. Decía su hija, eso sí, que llevaba todo el año, desde el uno de enero, preocupado y obsesionado con el libro y que no había querido esperar a acabarlo el 31 de diciembre. Quería acabarlo para mandártelo, para que lo tuvieras antes de acabar el año, me dijo.
Me preguntó por el libro y me dijo que sospechaba que era peligroso. Su padre no quería ni que ella lo tocase. Y mucho menos que lo leyera. Me lo había mandado para que lo estudiase. Quería llamarme para advertirme. Pero no le dio tiempo. Ella tampoco sabía de qué quería advertirme. Solo sabía que quería que yo estudiase el libro.
Volví a examinarlo. Lo primero que advertí es que las últimas hojas estaban en blanco, las que iban, en teoría, desde el veinticinco al treinta y uno de diciembre. La última era del día de Nochebuena, justo el día antes de la muerte de mi amigo y el día que me lo había mandado. Esa última hoja era casi ilegible, con tachones y borraduras. Como si no estuviera claro el sueño o como si no quisiera que se supiese el contenido.
Guardé el libro hasta el uno de enero. Esa noche, antes de dormir, leí el primer capítulo. Corto y contundente pero nada de especial. Esa noche tuve un sueño un tanto raro. Cuando desperté, cogí el extraño libro y volví a leer el primer capítulo. Era exactamente lo que había soñado esa noche. Pero no coincidía en nada con lo que había leído anteriormente.
Leí algún capítulo más, suponiendo que eran los sueños de mi amigo. Cuatro o cinco nada más.
No pude resistirme. Me levanté, salí al jardín y prendí fuego al libro. No quería verlo nunca más.
Ángel Lorenzana Alonso