El blanco caballo piafó detenido en la inmensidad de los mares blancos de nieve. Olfateó el aire gélido de la tarde, miró más allá de cada horizonte, sintió el cuerpo de su jinete sobre su lomo, y esperó.
El viento, suave como el atardecer de una pronta primavera, ondeó los blancos vestidos de la muchacha que cabalgaba rumbo a la eternidad. Sentada a lomos de su caballo, trató de ver más allá de la línea blanca ondulada de montes y de árboles, como él, pero no vio nada. Sintió el cuerpo de su caballo bajo ella, apretó apenas sus piernas y el blanco animal cabalgó despacio rumbo al infinito, hacia donde su dueña le llevaba. Andando, trotando, otra vez despacio, rumbo a un sol que no acababa de llegar. Unidos en un trote lento de silencios ininterrumpidos, unidos más allá de las risas y las penas, más allá incluso de amores y desengaños. Unidos, como si siempre lo hubieran estado.
La muchacha de velos blancos frenó su ímpetu y el caballo frenó con ella. Estaban al borde de un abismo tan profundo como la noche que los envolvía, más incluso que sus sinsabores juntos, más huidizo que la penumbra en que habían caído desde hace ya unas largas horas de invierno.
Y, parados, se abrazaron el uno al otro porque estaban solos en ese camino.
El caballo ya era viejo. Sus crines se volvieron grises hace tiempo y su cola ya no lucía penachos de blancura. Pero sabía que era su último viaje y quería aprovecharlo, saborear la dulzura de noches negras y madrugadas blancas, sentir el cuerpo de la muchacha guiando su peregrinar agónico de penas no resueltas, ver otra vez, y otra, y otra, salir el sol y mirar el horizonte despejado aunque blanco como sudarios que presagian cercana muerte y dolor inmenso de pérdidas irreparables. En su interior sabía que no resistiría mucho más las cabalgadas en la nieve. Pero no podía ni quería renunciar a ellas.
Quietos en mitad de una mañana que no decía nada, que apenas si alborotaba pájaros o movía árboles que se vestían a toda prisa. Quietos los dos, muchacha y caballo, jinete de blanca cara y montura de pelo blanco. Quietos entre la nieve blanca, sin pisadas aún, no mancillada por verdugos de lo hermoso. Quietos y pensativos, cada uno en sus cosas. La muchacha en el horizonte, el caballo en la muchacha.
Ella acarició sus crines, paseó su mano por el lomo, abrazó su cuello, apretó su cuerpo contra el suyo. Y se bajó.
Miró al caballo, besó su frente de plata, recogió su mirada en sus ojos, vio caer una lágrima y la puso en su mano, miró a lo lejos, muy lejos, más allá del cielo y del sol. Y se fue despacio.
El caballo caminó detrás de ella hasta que ella se fue perdiendo en la lejanía y ya no pudo seguirla. Triste, volvió su mirada y se encontró solo en mitad de la nieve.
Angel Lorenzana Alonso