Diez días después de ser despedido de la gran empresa en que trabajaba, recibió un correo invitándole a hacerse socio, sin coste alguno, del Club de los Elefantes Moribundos. Se acompañaba un amplio informe en el que se explicaban los principios y las condiciones y beneficios de pertenecer a dicho club.

Se sorprendió, al principio, pero guardó el mensaje en un lugar preferente. Estaba todavía bajo el influjo de la humillación y del golpe sufrido por el despido, no entendía nada y no quería asimilar lo ocurrido. Pero algo le decía que debía hacer caso a ese Club. Quizás fuera el propio nombre. En esos momentos, él se sentía también un elefante moribundo. Algún maldito cazador había disparado y le habían acertado. Con cincuenta años bien podía considerarse muerto.

Cuando el enfado fue pasando, cuando la realidad se fue imponiendo a su propio razonamiento, cuando asimiló las pocas explicaciones que le dieron y cuando se miró otra vez en el espejo y no vio muchas arrugas en su cara, la rabia apareció y se dijo: “Algo habrá que hacer”.

Buscó el teléfono del Club y llamó. Era una asociación para gente que, como él, había sido apartada en plena carrera. El propósito del Club era claro: la venganza en plato frío. El modo: la unión de las mejores mentes dirigidas al mismo objetivo. Profesionales de todas las disciplinas uniendo conocimientos y esfuerzos para conseguir el propósito. Y dirigidos por los mejores directores. La motivación de todos, se les suponía.

Aceptó de inmediato. La guerra acababa de empezar.

Vio cómo trabajaban, aprendió sus métodos, creó grupos de la forma adecuada, escogió a las personas más adecuadas para cada tarea y los puso a trabajar.

Como ya habían hecho otras veces, cada uno estableció sus redes, las extendió en su área de influencia, habló, insinuó, dijo a medias, pidió favores y pagó otros… Las cosas empezaron a moverse, a veces bastaba con un pequeño empujón a la primera ficha, otras veces una sola palabra en el oído adecuado resonaba más que cien pregones. Cada persona tiene cosas escondidas en su armario y bastaba con hacer un agujero por donde mirar.

Poco a poco, las personas que habían originado su caída fueron desapareciendo o cayendo en el olvido, apartadas a la orilla de las sombrías mazmorras de los más lóbregos castillos de la sociedad. La labor era lenta pero efectiva. Y sus ansias de venganza se iban quedando satisfechas.

Dio gracias a sus “amigos” del Club. Alabó a cada uno por su eficiencia y eficacia y se mostró dispuesto a ayudar “cuando fuera necesario”. Y, durante varios meses, durmió tranquilo y fue feliz en medio de su desgracia.

Pero, poco a poco, una idea se iba fraguando en su cabeza e iba tomando forma y preocupándole cada vez más: Las personas a las que ahora había ayudado a caer, probablemente recibirían también una invitación a pertenecer al Club. Y las fuerzas de éste irían por su propia cabeza y le hundirían un poco más todavía.

Trató de hablar con los directivos del Club para establecer una especie de derecho de admisión y preservar a los socios actuales de futuras venganzas. No logró contactar con nadie.

A medida que el tiempo transcurría, se iba dando cuenta de que el Club de los Elefantes Moribundos no era como otros clubs. No había jefes y las cosas sucedían automáticamente, sin derechos y sin deberes, pero con una efectividad total. No había excepciones. Sus objetivos siempre, siempre se cumplían.

Unos días más tarde, llegó el primer aviso de que la máquina se había puesto a funcionar: su mujer se había marchado de casa.

         

Angel Lorenzana Alonso