Llegó por la mañana, cuando estaba amaneciendo. Empezaban a formarse alargadas sombras en el camino que llegaba hasta el pueblo y la silueta del payaso se empezaba a recortar sobre las primeras casas y huertas. Nadie lo había visto acercarse, ni siquiera el señor Antonio, que todas las mañanas venía desde el pueblo de al lado. Por eso, nadie supo nunca ni de dónde había venido ni por dónde había llegado. Simplemente, apareció. Era un lunes cualquiera de un atardecido verano de un año cualquiera.

Su vestimenta extrañó a los pocos vecinos que, a esas horas, andaban levantados. Sus grandes botas amarillas, su traje de colorines, su pajarita roja y blanca y su pelo colorado no eran indumentarias muy habituales por aquel pequeño pueblo reseco. Unos anchos tirantes a cuadros sujetaban un pantalón cuya parte izquierda era de rombos blancos y negros y cuya parte derecha lucía unas anchas líneas verticales de colores verde y rojo. Sus calcetines morados y su chaquetón, entre azul y dorado, realzaba una corbata ancha de un fucsia reluciente.

Su cara iba haciendo juego con su traje. Nariz roja y redonda, ojos rodeados de verde pistacho y un bigote mitad corto y mitad ensortijado, le daban un aspecto entre divertido y siniestro.

Unos vecinos se rieron y recordaron la última vez que estuvieron en el circo. Otros se preguntaron el porqué de un payaso en el pueblo. Y el señor alcalde, que había tenido cinco votos en las últimas elecciones y por ello se creía el más listo de los hombres, le dio una calurosa bienvenida de cinco minutos de predicamento, toque de campanas incluido.

El payaso no dijo ni una palabra. Rebuscó por todo el pueblo, husmeó por callejones y casas abandonadas y, al fin, se aposentó en un viejo caserón que apenas se sostenía en pie. El vecino de la casa roja fue el único que notó que los perros y gatos del pueblo le rehuían, pero tampoco le dio demasiada importancia y pensó que era porque era forastero. Los últimos rayos del sol le acompañaron cuando desapareció en el caserón y pareció que se iban con él.

La noche pasó en un silencio extraño pero nadie dijo nada. Algún perro aulló cuando salió la luna y despertó a la mujer vieja que vivía sola desde hacía mucho tiempo. Ella abrió los ojos, se movió intranquila en la cama, se persignó, murmuró un avemaría y volvió a dormirse.

Ya habían pasado más de quince días, casi los últimos de aquel verano raro como él solo. Chaparrones, calor inusual, frío algunos días, rayos y bastantes truenos, animales raros que vinieron hasta el pueblo y, ahora, este payaso que no acababa de marcharse y al que tampoco se le veía demasiado pero que se hacía notar. Hablar, no hablaba con nadie. Comer, no se sabe si comía o no, porque nunca se le vio con comida. Casi siempre estaba dentro de la vieja casa y muy pocas veces se le veía pasear por el pueblo o alrededores. Algunas veces estaba sentado en un tronco en las afueras, mirando al infinito o a los arreboles tardíos de un día que se iba. El traje, siempre el mismo, comenzaba a mostrar alguna mancha que otra.

No se sabe bien quién del pueblo empezó a dar la voz de alarma. Al principio, no le dieron mucha importancia al hecho de que el agua del reguero fuera cada vez menos, ni que los pájaros hubieran desaparecido y no se les oyera cantar. La cosa empezó a preocupar cuando las flores, todas, empezaron a marchitarse y aún no había acabado el verano. Alguien lo dijo y pronto se corrió la voz. Los vecinos empezaron a fijarse y a constatar que era verdad lo que se decía.

Unos cuantos días de murmullos y cotilleos. Alguien llamó a los pueblos vecinos y comprobó que allí no pasaban esas cosas. Otro llamó a la capital y preguntó a los sabiondos expertos. Nadie sabía dar una explicación que mereciera confianza. Hablaron del cambio climático ese, otros dijeron que era la guerra de no sé dónde y del efecto de las bombas. Y alguno barruntó algo de los extraterrestres. Pero ninguna explicación les convenció del todo.

El señor alcalde tocó las campanas a concejo y el pueblo se reunió, con algún que otro experto de otros pueblos que ni había sido invitado siquiera. Después de varias horas de voces y discusiones, la señora que se despertaba por las noches levantó la mano y, cuando pudo, dijo:

  • La culpa la tiene el payaso.

Por fin, el pueblo oyó algo que podía tener algo de lógica. Y cada uno razonó y pensó que era cierto que esto antes no pasaba y que, de todas formas, el payaso era raro. Ni siquiera estaba en la reunión.

Se armaron con palos. Las guadañas aparecieron y las horcas estaban en manos de algunos vecinos. A la voz de “fuera el payaso” se llegaron hasta su casa, lo llamaron y le conminaron a marcharse.

El payaso no dijo nada. Los miró, alzó los hombros y salió. Cogió el viejo camino del valle, ese que nadie sabía para dónde iba. Seguido de la gente y sus gritos, llegó hasta los límites de los terrenos del pueblo, se volvió un instante, hizo un raro saludo con la mano y siguió caminando.

Cuando volvieron a la plaza, un jilguero estaba cantando y una rosa bien roja abría sus pétalos de nuevo. Por la parte baja del pueblo, el agua del reguero iba bajando camino de su destino, como siempre había hecho.

 

Ángel Lorenzana Alonso