- Siempre es el mismo sueño. – dijo. – Mejor dicho, no es el mismo sueño. Solo es la misma mujer. La situación es distinta cada noche, pero en cada sueño, cada noche, siempre aparece ella, siempre es la misma mujer.
La mujer le escuchaba atentamente aunque no sabía qué decirle. Desde hacía varios años que le conocía, siempre era lo mismo. Aquel señor, con el que quedaba cada día para tomar un café, le contaba el sueño de cada noche. Diverso y distinto cada día, pero con una misma protagonista: una desconocida mujer de unos cuarenta años, medio morena, con ojos negros y profundos y con una mirada triste y perturbadora. De una manera u otra, fuera donde fuera donde se desarrollara el sueño y tratara de lo que tratara, ella siempre aparecía.
Le había conocido hace más de diez años en una exposición de un pintor del que ni siquiera ellos se acordaban. Ella tenía unos cuántos años más que él, pero hablaron y se cayeron bien. Se hicieron buenos amígos y casi todos los días tomaban café juntos y se comentaban sus cosas.
Él era un viudo reciente, amigo del arte y de los versos, harto ya de relaciones amorosas y que solo buscaba a alguien con quien descargar penas y recuerdos. Ella, viuda también pero desde hacía más años, sola desde que sus hijos salieron a ver el mundo, quería estar tranquila, dejando que los días fueran pasando y esperando por si, algún día, alguno de sus hijos se pasaba a verla. Y así, un día tras otro, se llamaban por teléfono, veían la agenda artística por si algo merecía la pena y, si no, un largo café juntos en la cafetería de siempre, un recontar de historias, de recuerdos o de sueños y un “hasta mañana” que siempre era lo mismo.
Él no tuvo hijos. Ella, un hijo y una hija. Ambos se fueron lejos y apenas se acordaban de nada. El chico se marchó al otro extremo del mundo. La chica se fue más cerca pero estaba aún más lejos y en su mente no quedaban apenas ni recuerdos ni deseos. Una llamada al mes cada uno y muchos “sí, mamá, iré pronto” que nunca se hacían realidad. La mujer dejó de hacerse ilusiones y se conformaba, qué remedio, con contarle a su amigo lo felices que eran ellos, allá lejos.
Y escuchaba sus sueños, intrigantes, sobre la mujer que siempre aparecía. Ambos se la imaginaban y pensaban en quién sería si es que acaso existiera de verdad.
Consultaron a psicólogos, médicos y adivinos. Cada uno interpretó los sueños a su manera: que si traumas infantiles, que si deseos reprimidos, que si amores ya olvidados, que si, al ser viudo, necesitaba una relación amorosa nueva… Cuando se cansaron de dar vueltas, decidieron que esa mujer de los sueños no podía ni debía perturbar sus propios sueños ni entorpecer sus vidas. Que el propio tiempo fuera diciendo su última palabra. Y siguieron con sus vidas, sus cafés y sus exposiciones. Últimamente, la mayoría de los días ni siquiera se hablaba de la extraña mujer y bastaba con una pregunta “hoy también?” y con una sola y escueta respuesta “por supuesto”.
Un día, la hija de ella le anunció que venía a visitarla. En realidad, lo que pasaba era que la vida se le había torcido, los problemas se le iban acumulando y pedía auxilio a su madre. Prepararon su llegada, e, incluso, una preciosa cena de bienvenida.
Cuando él llegó a casa de su amiga para conocer y saludar a la hija, se percató de que, a pesar de los años de amistad, su amiga le había hablado muy poco de cómo era su hija. Solamente sabía de ella que era morena y que tenía cuarenta y cinco años. Que nunca se había casado ni se le había conocido pareja alguna.
Su amiga salió a recibirle. Él llegó con dos ramos de rosas rojas. Uno era para su amiga, que le recibió con su sonrisa de siempre pero con una borrada lágrima en su ojo derecho. Detrás de ella, una figura vestida de negro, cogió el ramo y dio unas apagadas gracias antes de retirarse.
- Es mi hija. – dijo. – Perdónala, pero es que anda un poco perdida.
Se encontraron los tres en el comedor. Fue entonces cuando él reparó en el amplio velo negro que cubría su cara. Solamente unos grandes ojos negros que no dejaban de mirarle. Unos ojos que le recordaban a algo pero que no sabía a qué y que seguían clavados en él.
Antes de cenar, hablaron de los sueños que esta noche pasada habían sido más intensos y misteriosos. La hija comentó que ella se había refugiado espiritualmente en una rama de los ibadíes musulmanes en donde había encontrado la paz en una aldea del desierto libio.
A su madre se le escapaba alguna lágrima cuando su hija les anunció que nunca más volvería a visitarla.
Cuando la frugal cena estaba servida, la hija apartó el velo de su cara. El amigo de su madre no salía de su asombro.
- Es ella. – le dijo a su amiga.
No pudo cenar, fija su mirada en los ojos de la hija. Al despedirse, ella le dijo: “Yo también he soñado contigo”.
Ángel Lorenzana Alonso