Todo el jardín era rojo: rosas, claveles, dalias, gerberas, anturios, tulipanes, geranios, lirios, camelias, hibiscos, guzmanias, vrieseas, cundeamores, verbenas, malvaviscos, jazmines, gladiolos, azaleas… Todo lo que fuera de color rojo tenía su sitio y su rincón en aquel jardín cuyos muros externos eran rojos como rojas eran las paredes de la casa.
Solo había una excepción. En un pequeño y alejado rincón, una rosa blanca renovaba sus pétalos cada primavera y se atrevía a erguir su tallo y a sacar sus espinas de defensa. Todo a su alrededor era rojo pero a ella eso no le importaba demasiado. E, incluso, es posible que estuviera orgullosa de ser diferente. Pero era única y eso hacía que se sintiera importante.
Aunque muchas de las visitas se atrevían a reírse de ella cuando paseaban por el jardín que la dueña de la casa siempre enseñaba, casi todas hablaban, de una u otra forma, de ella. Y algunas, alababan su autenticidad y el cómo destacaba su blanco color entre el rojo, casi asfixiante, de las demás flores.
Todo era un pequeño capricho consentido de la hija pequeña. Una promesa que sus padres le hicieron y que nunca se atrevieron a no cumplir. Por eso, la rosa blanca tenía su sitio en un rincón alejado dentro del rojo jardín.
Un caro jardinero venía cada día a cuidar las flores. A veces se le olvidaba cuidar de la rosa blanca. Alguna hierba crecía en su entorno y el agua no era suficiente. La niña sabía que no era casualidad. Y era ella misma la que se encargaba de cuidarla. Cuando hablaba y recriminaba al jardinero, éste pedía disculpas pero seguía haciendo lo mismo. Sabía quién era su jefe y a quién tenía que obedecer.
La niña mimaba a su flor. Solo a ella. No se preocupaba para nada del resto del jardín. Cierto día, estaba regándola con su pequeña jarra de cristal y se acercó para besarla. En ese preciso momento, no se sabe si por casualidad o por otros enigmáticos motivos, un soplo de aire movió el tallo de la flor y lo acercó al brazo de la niña. Una espina arañó la delicada piel. La niña corrió buscando a su madre quien, mientras se lo curaba, aprovechó para enseñarle a su hija el color de su sangre. Era roja, le dijo la madre. Roja como su jardín y no blanca como su flor.
Disgustada, la niña se fue al jardín con el firme propósito de arrancar aquella flor blanca que la había lastimado. Pero antes, entre lloros, quiso explicarle a la flor el motivo de su enfado. La flor la escuchó y lloró con ella. Y le dijo que su sangre era verde y que no se enfadaba por ello. Y que no sufriera ni se apenara y que, si quería, ella arreglaría lo del color de la sangre.
La rosa fue perdonada y la niña la quiso más que nunca. Todos los días hablaban y se reían ellas solas. El resto del jardín no dejaba de murmurar. No entendían nada: ni el color de la flor, ni el cariño de la niña, ni por qué la madre se lo permitía. Todo eran celos. Las personas que visitaban el jardín siempre se detenían delante de la rosa blanca y alababan lo bien cuidada que estaba.
Pasó el tiempo y la niña fue creciendo. La rosa no cambiaba demasiado. El jardín languidecía a medida que la admiración que causaba iba decreciendo. Ya no había jardinero y la señora de la casa no daba abasto para tanto cuidado. Otros quehaceres la ocupaban. Solamente la niña, menos niña y más mujer cada día, seguía cuidando de su rosa blanca. Seguía hablando con ella y le contaba sus cuitas de adolescente. La flor escuchaba pacientemente y, año tras año, florecía y presumía en el jardín.
A veces, cada vez más, sentía unos pequeños celos de la joven. De su libertad, de sus amores, de sus paseos por el mundo y de su alegría de vivir. La flor empezó a sentirse sola, a quejarse de ello y a suspirar por un poco de compañía. Pero la joven no estaba dispuesta a plantar más flores blancas. Quería que su flor la quisiese solamente a ella.
Pero la flor se enfadó. Intentó hablar con otras flores de su alrededor pero éstas no le hicieron caso, acordándose de los tiempos en que la flor blanca ejercía de reina del jardín y despreciaba a las demás.
Un día en que la joven estaba cerca de ella, el viento volvió a soplar de repente y acercó sus espinas a su cara. Otra vez los lloros y los suspiros. Máxime ahora que había quedado con un bello joven que desde hace tiempo la rondaba.
Como siempre, la madre acudió a curarla pero, rápidamente avisó al médico del barrio, amigo de la familia. La herida no dejaba de sangrar y la muchacha no dejaba de llorar.
Cuando el médico la vio, llamó aparte a la madre y le dijo: “te has fijado? Su sangre es blanca, blanca como la nieve”.
Mientras el médico trataba de curarla, la madre se acercó hasta la flor blanca del jardín y la arrancó. El viento lanzó un suspiro.
Ángel Lorenzana Alonso