Una caja pequeña, labrada a punta de navaja, pasó a las manos del niño. Su abuelo se la regaló, después de cerrarla, con la advertencia de no abrirla hasta después de que él muriera. “Y aún quedan años”, dijo el abuelo.

El niño, de seis años recién cumplidos, miró la caja y le dio vueltas en sus pequeñas manos. El abuelo no dejaba de mirarle y de advertirle de la prohibición de abrirla antes de tiempo. Le había enseñado el mecanismo secreto pero… ¿aguantaría la curiosidad del niño?

Guardó la caja en el bolsillo y se pusieron a jugar a las adivinanzas. Era su juego favorito: el abuelo planteaba la adivinanza y el niño trataba de adivinarla. El abuelo le daba pistas y el nieto estrujaba su cabeza. Y al final, como casi siempre a base de ayudas, el niño lograba acertar. Ambos se abrazaban y se reían. ¡Otra!, ¡otra!, gritaba el niño. Nunca se cansaba y nunca era suficiente.

Por la noche, ya metido en su cama y con la luz apagada, se acordó de la cajita de madera. A punto estuvo de abrirla pero el recuerdo de la promesa hecha al abuelo pudo más que su curiosidad. La sacó del bolsillo del pantalón y recorrió la habitación con su vista buscando un buen escondite. Quedó tranquilo cuando lo encontró. Y volvió a la cama, a soñar con la misteriosa caja. Se juró a sí mismo que sería fiel a su abuelo y que no la abriría.

Casi nunca se volvió a hablar de ella. El abuelo preguntaba de vez en cuando para asegurarse. El niño le guiñaba el ojo en señal de complicidad. Y así fueron pasando los años: el abuelo cada vez más viejo y el niño cada vez menos niño.

Cuando el abuelo, lleno de achaques, apenas se movía ya de la cama, casi no hablaba y, por supuesto, había dejado de contar adivinanzas e historias a su nieto, un día dijo que quería verlo. Hacía mucho tiempo que no hablaba con él, casi treinta años, desde que se fue a otra ciudad, a otro mundo casi, desde que tenía otra familia y un pequeño retoño le ocupaba sus pocas horas libres. Hablaban, eso sí, por teléfono. Pero no era igual.

Le dijeron que harían todo lo posible para que este verano viniera hasta aquí. Pero que ya sabía que estaba demasiado lejos, casi al otro lado del mundo y que era muy difícil llegar.

El abuelo insistió y dijo que era muy importante que viniera. Cuando el nieto se enteró, comenzó los preparativos: habló con sus jefes, le contó a su mujer y a su hijo la historia del abuelo y se pusieron en camino. Aviones, trenes, más aviones, autobuses y coches les separaban. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo lejos que estaban.

Llegó al día siguiente del entierro. Un pequeño papel con casi unos garabatos había dejado para su nieto. Solamente decían: acuérdate de la caja. Y un sobre que contenía unas instrucciones escritas ya hacía muchos, muchos años.

En su bolso estaba. Nunca se separó de ella y nunca la había abierto, aunque no le faltaron las ganas. La movió entre sus dedos, delante de la tumba del abuelo. Él solo, reviviendo historias y recuerdos, removiendo vivencias y recordando momentos. Mientras, una pequeña lágrima resbalaba por su cara. Había llegado tarde.

Por la noche, al lado de sus padres, de su mujer y de su hijo, removió la caja una vez más, sacó la carta de su bolso y, rodeado del silencio de los recuerdos, comenzó a leerla en voz baja. Su abuelo le hablaba de otros tiempos, de cuando el nieto había nacido, de los primeros años, de cuando tuvieron que separarse… y de la caja. De lo que le costó labrarla con su vieja navaja y del tiempo en que amontonó ilusiones y las fue metiendo dentro, convertidas en polvo de estrellas, de esas estrellas que contemplaron juntos y que el nieto aprendía y recitaba de memoria, de esas estrellas que, según el abuelo, contenían todo lo bueno y que estaban hechas con los recuerdos de todos los abuelos del mundo. De esas estrellas que desprendían trozos de luz y que el abuelo iba recogiendo y metiendo en la caja.

Y recordó como el abuelo le enseñó a recoger esa luz, a amasarla con las manos, a formar bolas de luz, a esconderla en pequeñas cajas de madera y a hacer nuevas estrellas. Era el saber de todos los abuelos del mundo, un saber lleno de consejos, de adivinanzas, de ilusiones y deseos. Era el saber de los antepasados, ese saber que no viene ni en los libros ni en las enciclopedias y que solo se trasmite de un abuelo a otro a través de esos trozos de luz que los nietos pueden ir recogiendo en las noches estrelladas.

Salió a la noche y miró al cielo. Abrió  la caja. Un halo de luz se escapó hasta un trozo negro de aquella noche. Y una nueva estrella se colocó en medio de las otras.

Era la estrella de la sabiduría de su abuelo.

 

Ángel Lorenzana Alonso