Nueve hombres sabios, decían ellos, tres en representación de cada una de las grandes religiones, iban subiendo aquella senda que se hacía interminable. En deferencia a su edad avanzada, les habían dejado el camino más fácil. Cristianos, musulmanes y judíos confiaban en ellos.
Por otros lados de la montaña, iban subiendo otros representantes de otras religiones, sectas, subsectas, doctrinas, dogmas, credos y evangelios diversos. Brujos, hechiceros, magos, zahoríes y demás también habían sido invitados. Pensaban que cualquier refuerzo era bueno y que todo serviría dada la extraña y penosa situación.
Así lo habían decidido después de miles de intentos individuales. Parece ser, decían, que los dioses, se llamasen como se llamasen, ya no escuchaban los ruegos y plegarias de los hombres. De ninguno de los hombres. Por eso, empezaron a dialogar, primero unos con otros y después en grandes grupos con distintas ideas. Y, al final, necesidad obliga, lograron ponerse de acuerdo.
Lo que estaba bastante claro era elegir la montaña a la que había que subir. Una vez elegida, se buscó al mejor ingeniero del mundo para que, partiendo de la base de la montaña, diseñara una red de senderos, una especie de “jardín de los senderos que se bifurcan” borgiano, pero al revés, que se fueran uniendo a medida que subían, según afinidades de creencias, y cuya pendiente fuese bastante llevadera. Todos confluirían en una explanada circular en la cima.
Y sí se planificó y así se hizo.
Dado el visto bueno por los máximos gerifaltes de cada credo, cada cual nombró los emisarios y, entre todos, acordaron la fecha y la hora de la subida. Era de ver cómo ancianos y no tan ancianos, de todas razas y colores, con sus cayados y símbolos de poder, iban subiendo por aquellos senderos del monte. Caminaban en silencio, por lo menos al principio, solo pensando en su cometido y en cómo mejor llevarlo a cabo. Cuando se miraban, lo hacían con el cierto recelo de quien cree que está en posesión de la verdad absoluta y que todos los demás están equivocados, cosa muy común entre los mortales.
Algunos rezaban, otros cantaban y otros, los más, caminaban en silencio. Se saludaban cuando los senderos se cruzaban y seguían avanzando hacia la cima. A pesar de lo que se preveía, pocos fueron los que se quedaron en el camino y tuvieron que bajar ayudados por los fieles voluntarios. La mayoría, poco a poco, a veces con paradas o tropezones, a veces con descansos más o menos prolongados, lograban ir avanzando. Unos ratos calentaba el sol, otros ratos, más prolongados a medida que subían, las nubes descargaban su agua fría, quizá para probar la paciencia y la fe de los que subían. O quizá era porque el tiempo era así y no había que buscarle más explicaciones extraordinarias.
El cansancio iba haciendo mella, las fuerzas empezaban a ser escasas. Los hombres y mujeres que subían empezaban a renegar de su firme voluntad del principio. Pero, se decían algunos, nadie había dicho que la tarea fuera fácil. Y seguían su costoso peregrinaje en pos de un fin que se creía definitivo y decisivo. Por lo menos, era el único que se les había ocurrido a los sabios pensantes de allá abajo.
Hubo días de descanso, avituallamientos y servicios médicos de todo tipo. Se trataba de ayudar y, por una vez, todo el mundo arrimaba el hombro. Creyentes y no creyentes animaban a los que subían, ponían a su disposición todo lo que tenían, prestaban sus animales para los transportes, llevaban agua y ayudaban a allanar y alisar la multitud de senderos tallados en la montaña.
A medida que se ganaba en altitud, las dificultades aumentaban. Pero el ánimo crecía al comprobar que la cumbre estaba un poco más cerca. Lo que más extrañaban los peregrinos era que nadie de los dioses hubiera dado alguna señal. Algunos empezaban a preguntarse si la montaña elegida sería la indicada, pero eso era una de las pocas certezas con las que iniciaron la marcha. Otros opinaban que quizás los dioses les estaban probando una vez más y que esperaban que los hombres acabaran de hacer tamaño sacrificio.
Las nubes cubrían los senderos y el frío empezaba a hacer sus estragos. Pero ellos se habían comprometido con la misión y todos querían llegar a la cima. Confiaban en que, todos unidos por esta vez, aparcadas sus pequeñas y grandes diferencias, lograrían ablandar la dura voluntad de los dioses. Unos dioses a los que muchos habían ofendido o, incluso, olvidado. Unos dioses que parecían haberse vuelto muy lejanos y fríos y que habían dejado de ser fácilmente accesibles para los enojados mortales de abajo.
Algunos, los más ágiles y jóvenes, iban llegando a la amplia explanada de la cumbre y empezaron a preparar las tiendas y los fuegos para los más retrasados. Incluso se acercaban al final de las sendas para ayudar en los últimos esfuerzos a los que iban llegando.
Cada uno se iba acomodando en el gran campamento. Muchos miraban al cielo esperando un algo que desconocían. Todos esperaban a los más ancianos y sabios.
En el centro, una pequeña piedra circular esperaba. Nadie se atrevía a tocarla. Habían oído hablar de que allí estaba la voluntad divina. Y allí debía estar la solución de todos sus problemas.
El más viejo de los mortales se acercó muy despacio. Miró a la multitud que esperaba, levantó la piedra y leyó el mensaje de los dioses: “Hemos ayudado y cuidado de vosotros. Ningún caso habéis hecho. Nos hemos cansado y hemos decidido marcharnos. A partir de ahora, vosotros solos caminaréis hacia…”
El final de la frase lo habían borrado.
Ángel Lorenzana Alonso