– ¿Estás seguro que éste es el camino?, preguntó mi amigo apenas habíamos salido de la ciudad. Ni siquiera había amanecido aunque ya las nubes del horizonte arrebolaban en el cielo de la mañana. El sol no tardaría en aparecer. Convenía aprovechar estas horas para hacer camino. Después, el excesivo calor te iría cansando hasta pararte.
Aunque hubiéramos tomado el camino del norte, un poco más fresco, el calor estaba presente y se hacía notar. Las montañas, allá a lo lejos, y la mayor abundancia de árboles, mitigaban los rigores de este verano que ya había comenzado. Pero nosotros, mi amigo y yo, habíamos sido los únicos que nos atrevimos a emprender esta caminata. Tampoco había muchos más que pudieran venir.
La ciudad, en tiempos pasados populosa y rica, de pujante economía y llena de vida, había ido degenerando desde que los magos se marcharon. Ahora, apenas un millar de habitantes, casas derruidas y abandonadas por todas partes, miradas huidizas y tristes, sin apenas niños que alegraran las pocas plazas que quedaban. Todo había cambiado en pocos años. Desde que aquellos hombres llegaron a tomar las riendas del poder y decidieron que la risa no era necesaria. Y los magos fueron desterrados del mundo de los hombres.
Los chicos y chicas de nuestra edad, una docena apenas que quedaba, logramos reunirnos sin tener que escondernos. Y cada uno venía vestido como quería, con colores y pelos pintados. E, incluso, aquella chica morena del barrio vecino, se puso a mi lado, me miró, me sonrió y me dijo “hola”. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me dio fuerza para decir lo que dije y para atreverme a embarcarme en esta aventura.
Mi amigo y yo nos ofrecimos voluntarios, sin saber muy bien lo que estábamos haciendo. No sé lo que impulsó a mi amigo pero a mí fue la sonrisa de aquella morena del barrio vecino. La decisión estaba tomada y nadie más debía enterarse. Y aquí estamos los dos, caminando hacia unas montañas que no conocíamos, a buscar a unos magos de los que solamente habíamos oído hablar pero a los que tampoco conocíamos, a proponer cosas en contra de la ciudad, de sus jefes más bien, y a tratar de devolver la felicidad a un pueblo que la había desechado. Contaban las leyendas antiguas que la magia había sido desterrada de la ciudad. Y con la magia, desterraron las risas, las bromas, las ilusiones, los juegos y las fiestas. Y la ciudad se volvió triste y aburrida y empezó la decadencia.
Acabábamos de salir y ya estábamos cansados. Sólo de mirar las montañas, tan grandes y tan lejos, tan azules y blancas que daban miedo. Tan puntiagudas. Contaban que cada mago vivía en una de ellas. Y que se reunían en valle muy profundo, en el medio de todas ellas. Contaban también que cada vez había menos montañas, que cada vez que un mago moría, tras una muy larga vida, su montaña moría con él. Y no había nuevos magos. Tras ser expulsados de la ciudad, se habían ido dejando, viviendo su lánguida vida, sin nadie sobre quien proyectar su magia. Su vida parecía carecer de mucho sentido, aunque ellos seguían divirtiéndose a su manera. Pero nada era igual. No había niños y eso lo complicaba todo. Sin ellos, no era lo mismo.
Contemplamos las montañas lejanas. Mi amigo las contó. Solamente quedaban ocho. Nuevamente nos pusimos en camino. Pensé que debíamos darnos prisa y poder llegar a tiempo.
Cinco meses largos llevábamos andados. El verano se había ido ya y empezaba a refrescar. Estábamos casi llegando. Ocho montañas puntiagudas estaban ante nosotros formando un círculo casi perfecto. Cada montaña tenía un color diferente, dependiendo del color del mago que la habitara. El espectáculo era increíble y nos estábamos imaginando cómo habría sido cuando había centenares de magos. Pero el tiempo había ido pasando y, al igual que en la ciudad de los hombres, los magos, aunque mucho más longevos, también se habían ido yendo, aburridos de que la magia ya no fuera necesaria.
Todo aquello se había acabado. Solo quedaban ocho, cada uno con su color y su mascota. Pero solo ocho. E inmensamente viejos y arrugados.
Cuando nos acercamos más a las montañas, vimos que en el centro de ellas, los ocho magos estaban reunidos en torno a una gran hoguera. Sus mascotas jugaban un poco más allá. El lobo, compañero del mago blanco, debió olernos y percatarse de nuestra presencia en la collada. Aulló y nos miró. La lechuza del mago verde inició su vuelo hacia nosotros. Sus grandes ojos brillaban en la oscuridad del valle.
Comenzamos el descenso mientras los magos blanco y verde se separaron del grupo y siguieron a la lechuza, a nuestro encuentro. El lobo negro los acompañaba. Eran los magos de la pureza y de la prosperidad. Lo de que el lobo viniera también me daba un poco de miedo.
En el fondo del valle, junto a la hoguera, quedaron el mago negro y su murciélago (símbolo de la nada y del silencio), el mago azul con su gato (la paz y la armonía), el mago amarillo y su serpiente (el éxito y la alegría), el mago rojo con su rata (la pasión y el amor), el mago violeta con su gran araña (la magia y lo esotérico) y el mago naranja con el cuervo al hombro (la motivación y lo positivo). Eran los únicos supervivientes, pocos pero suficientes para nuestros propósitos e intereses. Daban un poco de miedo pero no era hora de dar marcha atrás ni de abandonar.
El encuentro fue fácil y breve. El lobo nos olfateó y dio vueltas mirándonos. La lechuza no se perdía un detalle y aleteaba muy de cuando en cuando por encima de nuestras cabezas. Los dos magos, vistos más de cerca, parecían aún más viejos. Hablamos y les explicamos el motivo de nuestra visita. Nos invitaron a seguirles.
Alrededor de la hoguera, se expuso el asunto y los magos quedaron pensativos. Deliberaron y discutieron en ese lenguaje que solo los magos entienden y saben. Cada uno se fue a su montaña, un poco enfadados. Nosotros nos quedamos junto a la hoguera sin saber qué hacer. El lobo negro y la serpiente se quedaron con nosotros.
A la mañana siguiente, volvieron a reunirse. Después de un pequeño debate, el mago blanco nos dijo:
– Muchas son las razones para no volver, pero también es verdad que es mucho el tiempo que ha pasado y que esta situación no nos beneficia a nadie. Por otra parte, es de agradecer el esfuerzo y la valentía de los jóvenes como vosotros y el deseo de todos, vosotros y nosotros, para volver. Por eso, cuatro magos irán a la ciudad y los otros cuatro se quedarán en las montañas, por si acaso. Y así, los magos blanco, verde, negro y azul viajarán a la ciudad y tratarán de instaurar la magia de nuevo. Vosotros dos seréis aprendices de mago y trataremos de que la felicidad vuelva a la ciudad.
Unos meses después, instauradas las escuelas, los jardines, los cines, la música y la poesía en la ciudad, todo iba cambiando y los hombres reían y cantaban. Una mañana, vi a unos niños que estaban en la plaza cantando y jugando al corro de la patata.
Como aprendiz de mago, me imaginaba mi propia montaña pero nunca se me olvidó aquella niña morena que me empujó con su sonrisa. Algún día me atrevería a ir a buscarla.
Ángel Lorenzana Alonso