La peregrina francesa, nieta de una abuela cacereña, me estaba preguntando por las distintas imágenes de la Virgen que hay en la iglesia. Comentábamos los distintos nombres que recibe dependiendo del lugar en que encuentres su imagen y de cómo se venera según en qué sitio y, casi siempre, asociada a alguna aparición o a algún hecho extraordinario ocurrido en las cercanías.

Podíamos hablar tranquilos dado que, a esas horas de la mañana, pasadas las once, los peregrinos que entraban en la iglesia eran más bien pocos. Por otra parte, la temporada se estaba acabando y hoy era domingo y el último día en que la iglesia permanecía abierta, según habían ordenado los señores prebostes que lo saben casi todo, sin haber estado nunca en ningún sitio que no fuera su cómodo sillón.

De vez en cuando, algún peregrino entraba a sellar el papel ese, pero no parecían tener mucho de peregrinos. Los domingos abundaban esos que yo llamo “peregrinos de autobús”, los que hacen el Camino montados en un autobús o en coche y se bajan para sellar la credencial y hacer andando unos metros… hasta el autobús otra vez. Se les nota, sobretodo, por la mochila. La del verdadero peregrino es grande y pesada y su calzado suele ser apropiado para la marcha. La mochila de estos otros es pequeña y moderna, para llevar una botella de agua y un pequeño bocadillo… y la credencial, por supuesto.

De repente, un pequeño alboroto y un murmullo recorrió la iglesia. Todos miraban hacia arriba e intentaban captar con sus móviles a una golondrina que revoloteaba cerca del techo y se posaba, de vez en cuando, en el pico superior del retablo central.

No lo dudé ni un instante. Supe que era “mi” golondrina que había vuelto. Aquella que había marchado en pos de un extraño peregrino después de una breve estancia conmigo. Me alegré de volver a verla y de que hubiera venido en este último día.

La francesa también la vio y la fotografió. Sonreía y seguía entusiasmada sus revoloteos. Medio en francés y medio en español, me explicó que la tradición decía que las golondrinas traían felicidad y suerte. La observamos ir y venir desde el altar hasta el coro y desde el coro al retablo para volver a posarse en lo alto del mismo. Yo le enseñé el relato que había escrito a raíz de su visita anterior.

Los peregrinos se fueron marchando, y la francesa también. Quedamos, solos en la iglesia, la golondrina y yo. Trinaba y gorjeaba mientras daba vueltas, cada vez más cerca de los bancos. Estaba contenta y me estaba contando cosas. Creí escuchar el porqué de su marcha… y el porqué de su vuelta, este día precisamente. O, a lo mejor, solo era lo que yo quería escuchar, las respuestas a lo que yo me preguntaba y que ahora quería que ella me dijese.

Mientras, pensaba yo que, a la hora marcada, tendría que irme y debía dejar cerrada la iglesia. La golondrina no podría quedar dentro, encerrada. Tenía que explicárselo como fuera. Ella debería salir y solo quedaban tres cuartos de hora para el cierre.

Tan solo algún peregrino solitario entraba a estas horas. Decidí abrir de par en par las pesadas puertas de la iglesia. Yo salí fuera y me senté en un banco del pórtico. Esperando.

Diez minutos apenas tardó en salir. Cruzó el umbral volando rauda y desapareció en el azul del cielo. Sus trinos la seguían. ¿Se estaba despidiendo o solo daba las gracias por verse libre otra vez?

Cerré rápidamente las viejas puertas de madera y dejé abierta solamente una pequeña puerta. Era el último día y fui recogiendo la pequeña mesa, una alfombra y un pequeño crucifijo. Salí a retirar los carteles que indicaban que la iglesia estaba abierta. Mi tarea, por esta temporada, había terminado. La iglesia ya estaría cerrada aunque algún peregrino quisiera visitarla.

Apagué las luces después de echar un vistazo por el interior y comprobar que todo quedaba en orden y en su sitio. Sin querer, mi vista se dirigió a la cúspide del retablo principal, pero ella ya no estaba allí. Di dos vueltas con la pesada llave y todo quedó cerrado.

Antes de marchar, abrí una mantecada que había traído y me puse a comerla, sentado en un banco del porche. Oí su voz muy cerca. Cuando levanté la vista, ella, mi golondrina, estaba en el cable que cruzaba la pequeña plaza delante de la iglesia. Dejé un trozo de la mantecada en el pequeño muro y caminé hacia el coche.

Mientras colocaba las cosas y lo arrancaba, vi cómo ella estaba picoteando lo que le había dejado,

Cuando oyó el ruido del motor y vio que el coche se ponía en marcha, alzó el vuelo y fue conmigo un buen trecho, al lado de mi abierta ventanilla.

Al llegar a la carretera, ella se fue.

Ángel Lorenzana Alonso

* Este relato puede considerarse como la continuación y el final de otro publicado el 13 de agosto de 2024 titulado “El guardián y la golondrina”.