La luna se reflejaba en el agua clara de aquel lago en medio de las montañas. La roca caliza, blanca y erosionada, resistía a los vientos que la acariciaban cada atardecer, recorriendo sus caras y aristas, como si de un viejo amante se tratara. El viento, cada día, se llevaba un pequeño trozo, apenas una esquirla, como recuerdo.

Y allí la vi. Allí estaba ella, junto al agua, mirándose en el líquido reflejo, con su negro pelo tapándole la cara inclinada sobre el lago. Ella no me vio, absorta en su reflejo que se juntaba con el de la luna.

Ambas, ensimismadas en medio de la noche, hacían que las propias estrellas se mantuvieran alerta. Las aves de la noche emitían sonidos oscuros que casi nadie escuchaba.

La suave brisa de la noche se paraba cuando ella levantaba su cabeza y fijaba su mirada en el negro oscuro de la noche.

Yo la vi. Escondido tras las rocas de la orilla. Pasaba por allí y la noche me sorprendió en aquella orilla del lago. Nunca había oído hablar de ella y nunca, en otras ocasiones en que recorrí este mismo camino, la había visto. Ni siquiera podía imaginar su existencia. Nadie, ni siquiera, había contado nunca nada sobre su misteriosa existencia.

Sospeché que ella era consciente de mi presencia. Pero no parecía querer darse cuenta. O, simplemente, no le preocupaba en absoluto. O quizás disfrutaba con que alguien, por una vez, pudiera admirarla y que percibiera su belleza quieta. Quizás disfrutaba sintiéndose contemplada.

Parecía una antigua diosa, desnuda, recién salida de las aguas. Y la luz de la luna llena la llenaba de misterio, a la vez que la envolvía en halos de melancolía. La luz resbalaba por su piel y la acariciaba sin casi rozarla, sin que ella apenas lo notara.

Se ha levantado, mostrando entera su figura parecida a una vieja estatua de mármol blanco y refulgente. Como esas estatuas que lucen en los viejos museos y que nos admiran por la perfección de sus formas. Sus ojos brillaban en la noche. Cuando la luna los iluminaba, verdes esmeraldas parecían y el agua, sus pequeñas olas, saltaba para querer tocarla.

Y creo que me ha visto. Viene hacia mí. Trato de esconderme tras las rocas pero ella sabe que estoy aquí. No puedo escapar.

Llegó a mi lado y sacudió hacia atrás su pelo mojado, largo y negro pelo como corresponde a una verdadera diosa. Me sonrió y su sonrisa hizo temblar mi cuerpo entero y se metió muy hondo dentro de mí.

Creo que fue entonces cuando me enamoré de ella.

Estuvo un buen rato mirándome, solo mirándome. Bueno, creo, aunque a lo mejor solo lo soñé, que alguna vez rozó mi cuerpo con su piel. Como quiera que fuese, solo su presencia hacía que todo yo me estremeciera. No dijo nada. Yo tampoco me atreví a hablar. Me conformaba con mirarla, solo con tenerla cerca y poder mirarla.

Estoy casi seguro que se le escapó otra sonrisa. Después de unos minutos, levantó su mano y puso su dedo índice en mis labios, como pidiéndome silencio, como diciéndome que ella nunca había estado allí, como diciéndome que ni siquiera existía. Como rogándome que pudiera comprenderla.

Volvió a sonreírme y esta vez estoy seguro que sonrió. Sus labios se movieron entreabiertos e inclinaron hacia arriba su comisura dejando ver sus blancos dientes un poco solamente. Dio tres pasos por las rocas y se lanzó de cabeza al agua del lago. Desapareció entre la espuma y se perdió debajo del agua.

En ese mismo momento, el sol empezó a asomarse en el horizonte, al otro lado del lago.

Volví muchas tardes, al mismo sitio y a la misma hora. Pero nunca más volví a verla. A veces, quizás lo soñaba, creía ver su figura bañándose en medio de las aguas, en medio de la noche.

Con cada amanecer, su figura desaparecía.

 

Ángel Lorenzana Alonso