Se había ido. Estaban seguros que ya se había marchado. Y jamás pensaron que pudiera regresar. Aquella vez, aquella última vez, parece que había quedado bastante claro. Nunca podría volver.

Pero volvió. Ni siquiera cien años habían pasado desde su marcha. La verdad es que sorprendió a todos con su llegada. Nadie la esperaba tan pronto. Es más, nadie la esperaba ya.

Los últimos años en que ella quiso hacerse dueña de la situación fueron horribles para todos. Decían los que recordaban o estudiaban el pasado que nunca fue peor que en esos años. Los trigales no dieron trigo y la hierba verde se secó. Los árboles dejaron de crecer y no sacaron sus hojas cuando vino la primavera. Los ríos llevaban menos agua incluso en invierno. La nieve apenas se dejó ver y el sol estaba escondido, como si le diera vergüenza asomarse.

Y los pájaros dejaron de cantar.

Todo, en aquellos años, estaba más oscuro y más frío. Los cielos se cubrieron de una espesa niebla que casi no dejaba respirar. El frío se dejaba notar incluso en la plenitud del verano y todo el mundo, incluso los animales, buscaba refugios donde guardarse.

Algunos pensaron que pronto acabaría la pesadilla y aguantaban estoicamente esperando días mejores. Pronto se fueron percatando que esos días que soñaban no llegarían, o llegarían demasiado tarde. Otros se dispusieron a actuar, pero no sabían lo que tenían que hacer. Y así, unos y otros no hicieron nada y se olvidaron hasta de pensar. Fueron dejando pasar el tiempo y la sombra se apoderó de todo.

Todo era negro de noche y oscuro de día. La luz se perdió y todo quedó en la sombra durante muchos años. Los pájaros se fueron marchando, lo mismo que todos los animales no sujetos por la mano del hombre. Y los que estaban sujetos trataban de escapar y se iban consumiendo al no poder hacerlo. Ya no había cosechas ni alimentos, ni para hombres ni para animales. Por eso, un buen día, también los hombres y mujeres decidieron abandonar sus hogares y marcharse. No sabían a dónde porque las noticias que llegaban hablaban de que la sombra se había apoderado de todo.

Cuando ya todos estaban preparados para la marcha hacia ninguna parte, un muchacho, que cabalgaba un caballo pinto, blanco con pequeñas manchas marrones por el cuerpo, los detuvo y les habló:

No se puede escapar de la sombra. Hay que enfrentarse a ella y vencerla. Es la única forma. Por muy lejos que vayáis, ella irá con vosotros. En cambio, si logramos vencerla, desaparecerá. Yo puedo ayudaros a hacerlo, si me dejáis que os ayude.

Se reunieron en asamblea y decidieron que el muchacho tenía razón. Era inútil la huida y solo valía derrotarla. Se convencieron unos a otros, animándose, de que era difícil pero posible. Y decidieron quedarse y luchar. Valía la pena.

Juntaron, dirigidos y orientados por el extraño joven, toda la madera que pudieron encontrar y que aún había sobrevivido. Bosques enteros, ya en decadencia y casi desaparecidos, fueron cortados y llevados a una gran explanada preparada para ello. Útiles y aperos de todo tipo, ahora ya inservibles, se amontonaron junto a la leña. Camas, mantas y ropa también se llevaron.

Pensaron, con esperanza, que ya volverían a construir todo eso. Incluso plantarían más bosques. Les daba pena deshacerse de todo, pero comprendieron que era necesario.

Desarmaron las viejas casas y sacaron sus vigas, deshicieron locales y aprovecharon todo lo que pudiera quemarse. La vieja sombra les vigilaba, dijeron algunos. Pero todos siguieron trabajando. Tenían que conseguirlo.

Todo quedó preparado en unas pocas semanas. El muchacho y su caballo pinto ayudaron a conseguirlo, unas veces con su ayuda física y otras veces con su sola presencia y sus voces de ánimo. Todo el mundo colaboró y la montaña era imponente.

El muchacho, rubio como el sol, volvió a hablarles:

– Solo la luz puede vencer a la sombra, lo mismo que solo la verdad puede vencer a la mentira. Pero si quemamos todas las mentiras, si hacemos un gran fuego cuya luz traspase a la sombra, la habremos herido de muerte. Y la habremos vencido.

Y con una antorcha en su mano, se acercó a la montaña de madera y prendió el fuego. Pronto las llamas eran tan grandes y dieron tanta luz que lograron abrir un gran hueco en la sombra que los cubría. Alguien creyó oír que la sombra gemía.

Lo que sí fue cierto es que el sol logró meter sus rayos por el hueco y que la sombra empezó a debilitarse. Pidió clemencia pero no se la dieron. Y le hicieron jurar que nunca volvería.

El mundo, poco a poco, empezó a recuperarse. Los bosques volvieron a crecer, el sol alumbraba y la vida siguió su curso. Como antes de la sombra.

El muchacho, rubio como el sol, subido a su caballo pinto, reunió a los hombres y les recordó que la sombra había triunfado debido a lo que ellos habían hecho o habían dejado de hacer. Ahora la habían vencido, ella había jurado no volver, pero era traicionera y estaría vigilando los resquicios para poder volver. Y el muchacho desapareció entre los rayos del sol.

Por eso, ahora, su nueva llegada sorprendió a todos. Cada uno pensó en qué habría hecho que hubiera facilitado su vuelta.

Y, en medio de la sombra, todos lloraron sin saber qué hacer.

 

Ángel Lorenzana Alonso