El árbol no parecía tan viejo como para no aguantar las embestidas de aquel viento endemoniado que luchaba contra sus ramas. Y ahí estaba. Erguido en medio del páramo, un poco inclinado, eso sí, por la fuerza del tiempo, repolludo, hermoso con su fuerte tronco y sus ramas repletas de hojas que no envejecían.
Montones de pájaros cohabitaban en sus ramas. Escondían sus frágiles cuerpos cuando el viento quería llevárselos. Pero el árbol les protegía. Amontonaba sus grandes hojas alrededor de sus cuerpos emplumados de colores y se reía porque el viento no parecía poder con ellos. El árbol se agarraba a la tierra y hundía sus raíces allí donde el viento no podía llegar a encontrarlas. El aire rugía pero el tronco, hecho de años viejos, seguía firme, solamente un poco inclinado, “más por la edad que por el viento” decía él. Y se reía con los pájaros cuando, de vez en cuando, el viento del páramo dejaba de empujarles.
No quedaban muchos árboles ya. Cada otoño y cada invierno, veían que alguno acababa con su ramaje en el suelo. Eran demasiado viejos y el tiempo iba llevándoselos poco a poco. Y eran muy pocos los que se atrevían a intentar asomar o reverdecer en ese páramo inhóspito y frío en donde les había tocado vivir. Muchos morían casi antes de haber nacido. Apenas asomaban su tallo y sus hojas, llegaba el frío y la escarcha. Alguno, no obstante, había logrado resistir. Había asomado su tierno tallo verde en el momento adecuado. Y pasados unos meses ya era difícil derribarlo.
El viento luchaba contra los árboles. No es que quisiera derribarlos, no. Pero estaban allí, plantados en el medio. Y el viento quería pasar, y ellos estaban allí, estorbando su paso rápido y fuerte.
Cuentan en el páramo los más ancianos del lugar que este viejo árbol, cuando aún era muy joven y podía doblarse y cimbrear a su antojo, se plantó un día delante del viento. El viento sopló muy fuerte e intentó derribarlo, pero no pudo. Después de muchos intentos, cejó en su empeño, se paró a su lado y le preguntó cuál era su secreto. El árbol sonrió y se contoneó para darle envidia y para demostrarle que él era el más fuerte de los dos. No le contó, por supuesto, el secreto de sus fuertes raíces ancladas en el duro suelo ni el de su tallo flexible y verde. El viento sonrió también. Y le saludaba cada vez que pasaba cerca y siempre le decía lo mismo: “el final se acerca, querido amigo”. Pero el árbol no comprendía y animaba a los pájaros a cantar con él. Todo el mundo se reía mientras el viento se iba… y se iba.
Pasaron años y años y el árbol fue endureciendo su tronco y rodeándolo de una corteza dura como el acero. Sus tallos más jóvenes y tiernos fueron haciéndose fuertes. Solamente alguna joven rama necesitaba protección. Y el árbol se reía cuando llegaba el viento y el viento rabiaba y rabiaba empujando para tratar de derribarlo. Y los pájaros, escondidos entre las hojas, piaban de miedo si el árbol se doblaba un poco y cantaban alborozados cuando el viento acababa por desistir.
Un año, y otro y otro más. Ya habían perdido la cuenta. Los viejos del lugar casi se habían olvidado de la leyenda que les contaron sus abuelos. Pero el árbol no olvidaba y el viento tampoco. Su apuesta estaba echada y ambos la mantenían en pie. “Hay cosas que no se olvidan”, decía el árbol. “Hay cosas que no se deben olvidar”, decía el viento.
Y, en cada temporada, cuando venían los vientos, el árbol se preparaba y los estaba esperando. Todos los pájaros de los alrededores acudían para presenciar aquel duelo a muerte. Nadie quería darse por vencido. El viento ya había derribado a sus compañeros y cada año se los mostraba en señal de triunfo.
Pero el árbol aquel, ya casi solo en el páramo cada vez más frío, trataba de resistir. No obstante, cada vez notaba más la dureza de su tronco y la poca flexibilidad de sus ramas. Las hojas aún resistían aunque sus amarres eran más débiles cada año. Su enemigo el viento no parecía perder fuerza. Al contrario, la falta de obstáculos en el camino le hacía redoblar su ímpetu para chocar contra el árbol, contra ese árbol que se resistía una y otra vez.
Los habitantes de los pueblos cercanos ya se habían marchado. Y los pájaros, fieles al árbol mientras éste les protegía, lo fueron dejando solo en su lucha. Éste meditaba y pensaba si todavía merecía la pena. Y notaba cómo envejecía en ese páramo agreste y vacío… hasta de esperanza.
El árbol murió entre rumores de tiempo, entre alborotos rotos de mañanas perdidas. No obstante, el viento, su viejo compañero, le trajo recuerdos y alentó esperanzas, ya vacías de contenido. Pero los recuerdos y las esperanzas iban muriendo con el árbol que notaba vacío su interior. Y veía cómo sus hojas se iban marchitando mientras sus ramas se endurecían. Habían pasado demasiados años, demasiados inviernos de fríos y de nieves, demasiadas noches de soledad y silencios.
Solo la escarcha de blanco plumaje esperó a irse hasta mediada la mañana. Y un pájaro de colores, perdido en un eterno retorno a hogares escondidos, rebuscó entre las ramas. Buscó un nido de otros años. Todo se había perdido.
Y el viento murió con él. Dicen que, al final, habían aprendido ambos a admirarse y respetarse. Y el viento gimió cuando su amigo murió. Y se quedó quieto, sin saber qué hacer sin nadie al que mostrar su poder y su fuerza. Una fuerza que ya no servía para nada.
El páramo se quedó con su tierra reseca, pero solo, demasiado solo para seguir construyendo futuros que a nadie le importaban.
Ángel Lorenzana Alonso