Lo encontró cuando era muy pequeño. Alguien había matado a sus padres y piaba buscando comida desde su nido de ramas y lodo pero sin salirse del suave interior. Era demasiado pequeño todavía.

Lo cogió en sus manos y lo llevó a su casa. Buscó insectos pequeños, cereales y frutas para alimentarlo. Todo lo devoraba con avidez. Parecía que nada lo saciaba. Entre bocado y bocado, lanzaba graznidos desesperados y de vez en cuando chasqueaba con su voz indicando, a quien quisiera oírle, que se encontraba en peligro. Pero sus padres ya no estaban allí para protegerle y el resto de la bandada no se atrevía a hacer nada, salvo graznar lastimeramente.

Poco a poco se fue calmando. Aquella cosa le daba de comer y no le hacía daño. Quizás no fuera tan malo como parecía cuando lo vio. Quizás debía esperar y estar atento hasta ver lo que iba pasando. Por otra parte, sus padres habían desaparecido y él no podía quedarse solo en el nido. Le habían dicho cómo tenía que volar pero no se atrevía. Y se dejó llevar.

Con la buena comida y los cuidados que recibía, el pequeño cuervo fue creciendo… y aprendiendo. Imitaba muy bien y tenía muy buena intuición. Su cerebro funcionaba a las mil maravillas.

Sus alas se iban desarrollando bien y él no cesaba de hacer los ejercicios que había aprendido de sus padres. Además, desde la ventana, veía a otros pájaros y se fijaba en cómo lo hacían. Un día lo intentó desde la mesa y se estrelló contra el suelo. Tres días después, volaba por toda la casa.

Su pico, negro y un poco curvado, se iba fortaleciendo. Su cuello engordaba y las plumas de su cola crecían. Reflejos iridiscentes con tonos púrpura y azul iban tiñendo su plumaje negro como el carbón.

Le encantaba jugar. Había aprendido a tomar confianza con aquel ser que lo había recogido y lo mimaba. De él aprendía muchas cosas y trataba de hablar como él hacía. Pero le daba rabia porque no podía. No obstante, desarrolló gestos para decirle lo que quería. Un pequeño picotazo en la oreja le indicaba que quería comer o beber. Si le picaba suavemente en el cuello era que llegaba la hora de su paseo por el bosque. Era lo que más le gustaba. Posado sobre su hombro, se escapaba en pequeños vuelos y volvía, raudo, a refugiarse al lado de su cabeza. Los vuelos eran cada vez más largos y atrevidos pero siempre volvía. Aprendía nuevas acrobacias y sus alas reflejaban los rayos del sol.

Cuando estaba sobre el hombro, no paraba de “hablar”. Su compañero humano se asombraba y no entendía, aunque procuraba aprender. Decían que los cuervos crascitaban o graznaban: un “rok-rok” cavernoso y muy profundo. Pero también decía “toc-toc”, y “kraa”, y algunos gritos casi musicales. Escuchaba sonidos del bosque y los imitaba bastante bien. Incluso un día le sorprendió tratando de imitar su propia voz. El hombre se rió y el cuervo se rió también en medio de sus cabriolas.

Observó que hacía sonidos diferentes cuando iba a volar, cuando tenía miedo o cuando andaba persiguiendo a otros pájaros con los que jugaba. No dejaba de sorprenderle, sobre todo por lo rápido que aprendía.

A veces, recogía objetos brillantes y los llevaba hasta la casa. Una repisa del salón estaba llena de ellos. Y los tenía colocados según la intensidad de su brillo. De vez en cuando, desde la mesa, se quedaba observando se colección. Después, alborozado, venía a posarse en el hombro y a decirle no se qué. Estaba contento y feliz.

Vivió más de veinte años con él. Y con él iba a todos los sitios. Habían desarrollado sistemas de comunicación entre ellos y se entendían a la perfección. Un entrechocar del pico, un agachar la cabeza, una voltereta en el aire, un pequeño picotazo en según qué sitio… todo eran mensajes y cada uno significaba una cosa distinta. Por su parte, el cuervo entendía casi todo lo que el hombre le decía y éste lo complementaba con gestos. Un chasquido de sus dedos, un silbido determinado, un gesto de la cara o de la mano… todo era interpretado correctamente. A veces pensaba que el cuervo era más listo que él.

En cierta ocasión, lo pintó en un papel. El cuervo lo estuvo observando mientras lo pintaba. Cuando se dio por satisfecho, cogió el dibujo y lo colgó en un clavo que había en la pared y que, en otros tiempos, sostuvo un pequeño cuadro. Todos los días lo contemplaba un buen rato y soltaba un pequeño graznido dirigido a su amigo.

El hombre enfermó y el cuervo no se separaba de la cama. Solamente, durante cinco minutos, escapaba por la ventana y volaba en círculos alrededor de la casa. Extendía sus alas al sol y su reflejo llegaba a través de la ventana.

No se separó del ataúd camino del cementerio. Cuando marcharon las pocas personas que acudieron al entierro, se quedó encima de la lápida, picoteando y graznando de vez en cuando. El cura le miraba pero no se atrevió a decir nada,

Vivió allí unos cuantos años. Unos cinco minutos al día, extendía sus alas y dejaba que el sol se reflejara en ellas mientras volaba alrededor de la tumba.

Un buen día, el cuervo desapareció. Encima de la tumba, amarillento, encontraron el dibujo de un cuervo negro con las alas extendidas.

 

Ángel Lorenzana Alonso