El señor conde cabalgaba solo, con una escolta de apenas tres caballeros. Los tres mejores caballeros del condado, curtidos en cien batallas, vencedores de cien torneos, galanes de cien damas y domadores de cien o más caballos.

El lobo bajaba por la montaña al olor del rebaño que iba subiendo por el valle. La saliva le resbalaba ya por sus dientes afilados e iba maldiciendo a aquella densa niebla que apenas le dejaba ver el sendero. Aunque, la verdad es que tampoco necesitaba verlo. Le bastaba su fino olfato de buen rastreador y conocedor, como era, de aquellos andurriales.

El pastor iba silbando las viejas canciones que, según decía su padre, eran las que también silbaba su abuelo, y el abuelo de su abuelo. Sus perros y sus ovejas eran sus mejores y casi únicos compañeros. Tenía un silbo para llamar a cada uno de sus tres perros y conocía por su nombre a cada una de sus quince ovejas. Había un cordero pequeño al que todavía no le había puesto nombre. Por ahora y mientras tanto, le llamaba “Peque”.

Era ya la tarde bien corrida y el sol amenazaba con marcharse dentro de poco tiempo. En estas épocas del año, aunque el calendario decía que era todavía verano, convenía ir preparándose para pasar la noche. El pastor hizo un círculo de piedras en el suelo, en el lugar más plano que encontró y al lado de una roca que lo protegía de la suave brisa que la tarde traía consigo. Buscó algo de leña y excrementos secos para encender una buena hoguera.

El señor conde y sus caballeros, que por allí venían, y a los cuales el cruzar la sierra ya se les hacía tarde, se acercaron, saludaron y se pusieron alrededor del fuego. Hablaron con el pastor de preparar un buen asado para cenar. Los ojos del conde no se apartaban del pequeño cordero que no se separaba de su madre. Hablaba con el pastor de pagarle algún dinero y que sirviera de cena para todos. El pastor se negó y habló de que los caballeros cazaran alguna presa por los alrededores. Solía haber conejos, e incluso algún venado. Pero el capricho del conde era aquel pequeño cordero blanco que, como intuyendo el peligro, se protegía en medio del rebaño. El pastor se negó en redondo a matar al cordero y a ninguna de sus ovejas. Eran todo lo que tenía su familia y no estaban en venta. A ningún precio, le comentó al señor conde. A ninguno, recalcó cogiendo su cayado.

El aullido del lobo sonaba demasiado cercano. Los perros se levantaron, juntaron al rebaño contra la roca y se mantuvieron alerta. El collie, el carea y el pastor alemán enseñaron los dientes y gruñeron a la vez. El aullido del lobo cesó pero todos sabían que estaba cerca.

El señor conde mandó a uno de los caballeros tras el lobo. Él mismo sacó su espada y se fue con él. La noche era demasiado oscura cuando te alejabas de la hoguera. Los otros dos caballeros seguían mirando al cordero pero el pastor les convencía de cazar alguna liebre. Y sacó de su zurrón sus propias provisiones. Ni él mismo ni los perros les dejarían acercarse al rebaño. Era su única pertenencia y lo protegería. Alzó su cayado y ellos sacaron sus puñales.

El pastor alemán saltó sobre el brazo de uno y ni puñal ni brazo quedaron muy sanos. El collie vigilaba al otro caballero que optó por sentarse y guardar su arma.

Gritos surgieron de la noche negra, los aullidos aumentaron y los perros volvieron a su vigilancia. El rebaño estaba asustado y las ovejas se apretujaban unas contra otras para defenderse. Al poco, el otro caballero volvió junto a la hoguera. Venía ensangrentado, con heridas en las piernas y en los brazos, sin armas y diciendo que el señor conde había sido presa del lobo. Nada se podía hacer por él. El lobo, dijo, también había recibido lo suyo.

El pastor llamó a sus perros y los lanzó tras el lobo. Él cuidaría al rebaño mientras tanto. El caballero sano cogió su arma y se fue en ayuda de los perros y para traer el cuerpo de su señor. O lo que de él quedara. Los otros dos caballeros trataban de curar sus heridas.

La luna apareció sobre el horizonte y trajo un poco de luz a la noche: las ovejas y el “Peque” estaban tranquilas en su sitio. El pastor las vigilaba y echaba miradas hacía donde habían marchado los perros. Los dos caballeros heridos, a la orilla de la hoguera, se lamentaban de su “mala suerte” mientras gemían y juraban. El tercer caballero no tardó en aparecer, cubierto con la sangre de su señor cuyo cuerpo sin vida portaba en su hombro. No había sido buena la decisión de cruzar la montaña en plena noche.

Se oyeron ladridos de los perros y sus sombras se recortaban un poco más lejos. Venían juntos y traían al lobo arrastrando. El pastor salió hacía ellos y pidió ayuda al caballero sano. Entre todos, lo llevaron junto a la hoguera. No era un lobo demasiado viejo. Alguna carne podría aprovecharse así como sus colmillos y su piel.

Se calentaron todos en la hoguera mientras los tres perros volvían con sus ovejas. Cuando el sol iluminó la mañana, nadie hablaba. Todos se prepararon para la marcha. En unas parihuelas, los caballeros bajaron al conde. Los perros hicieron su labor y el pastor abrazó al “Peque”. Recogió sus cosas y aprovechó lo que pudo del lobo muerto.

Levantó su cayado y el rebaño se puso en marcha. Los perros lanzaron sus ladridos al aire en señal de triunfo. El pastor iba contento mientras silbaba las viejas canciones de siempre.

 

Ángel Lorenzana Alonso