Me tumbé a la sombra del viejo roble. Estaba cansado y ya era demasiado mayor para enredarme en nuevas aventuras. No sabía, en realidad poco me importaba, si era por cansancio de años o por ese otro cansancio que te va dando la vida y que hace adivinar el final de lo que vayas a hacer, siempre parecido, casi igual. ¿Qué más da?, me pregunté. Mis patas casi no me sostenían, mi vista se perdía en borrones y desenfocados. Y hasta mis dientes estaban desgastados y partidos algunos de ellos. ¿Qué más da?, me pregunté de nuevo mientras un dulce sopor recorría mi cuerpo. Había corrido mucho, a veces pensaba que demasiado, “para llegar tarde lo mesmo” que decía don José Larralde, el argentino.
Y en ese dulce ensueño, quise recordar…
Era gris desde que nací. Solamente mis ojos denotaban las ganas de aprender y de “comerme” el mundo. Miraban, ávidos, para todos lados. Eran tirando a marrón oscuro, como los de mi madre. Y a mi madre miraba esperando soluciones. Ya de pequeño, parecía un lobo bastante listo, según decían.
Pronto fui haciéndome cada vez más independiente. Con muy pocos años, aún bastante indefenso, abandoné la manada y busqué otros valles, otros mundos y otras compañías. Me adapté a vivir en distintos sitios, al lado de distintos lobos de parecido o desigual pelaje. Aprendí a cazar pero pronto me di cuenta de que no me gustaba demasiado el hacer daño a mis víctimas. Había que cazar, desde luego, para poder comer, pero lo justo y necesario, no por el hecho simple de cazar y matar. Aprendí a pelear por mejores puestos dentro de la manada pero tratando siempre de no herir y de no despreciar a mis enemigos. Era como cuando era más pequeño y jugaba con mis hermanos y compañeros. Todos decían que, para ser un lobo, era un poco raro. Mis colmillos no hacían demasiado daño.
Viví en sitios extraños, entre los lobos de otras montañas diferentes. A veces no me comprendían, quizá por esa misma manía mía de no querer pelear ni hacer daño. Solo el necesario, decía. No hacía falta maltratar por maltratar. Ni por un pequeño trozo más de carne que habría que quitar de la ración de algún compañero. No merecía la pena. Tenía bastante con lo mío, con lo que había ganado con mi esfuerzo.
El resto de la manada me miraba con extrañeza. Por eso, cuando sucedió aquello, supe que tenía que irme, que allí ya no pintaba nada y que nadie saldría en mi defensa si fuera necesario. Estaría yo solo frente al enemigo mientras los demás se unirían para defenderse.
Vinieron lobos de fuera, más fuertes y feroces, con dientes y garras más afiladas. Eran de lejos pero habían mandado espías desde hacía ya tiempo. Vinieron con afán de hacer daño si alguien se oponía a su voluntad. Y su voluntad no era ni sabia ni justa. Solo era más fuerte.
No nos dio tiempo a preparar nuestra defensa. Astutos y taimados como eran, años atrás habían mandado a sus secuaces a preparar el terreno. Se infiltraron entre los nuestros y fueron destruyendo nuestras defensas sin que nos enteráramos. Compraron a nuestros vigías y se colocaron en puestos de confianza dentro de la manada. Fueron denostando a nuestros lobos más fieles y apartándolos de los puestos de poder. En ellos colocaron a sus “comprados” cuando no les fue posible colocarse ellos mismos.
Algunos de los nuestros llegamos, en algún momento, a sospechar que algo estaba pasando, pero nuestros propios compañeros se encargaron de disuadirnos de lo contrario. Nosotros éranos más confiados y les creímos.
Cuando llegaron con el grueso de sus tropas, lobos negros y azulados, más grandes que nosotros, nos dimos cuenta de que todo estaba perdido. Recuerdo que el jefe de nuestra manada me dijo, en un aparte, que huyese y me escondiese entre las manadas del sur, algunas pertenecientes a nuestro propio clan.
Allí me dejarían en paz. Porque no estorbaría los planes, ya trazados de antes, ni de ellos ni de sus esbirros infiltrados. Disimulé mi presencia lo mejor que pude. Las manadas del sur me acogieron y me “dejaron estar”. Traté de no molestar y de que no me molestaran. Mejor pasar desapercibido y que ni siquiera se acordaran de mí. Casi no supe más y casi olvidé a mis “compañeros” del norte. Ellos hicieron lo mismo, salvo alguna honrosa excepción.
Un buen día me llamaron para decirme que estaba expulsado de la manada. Y me fui. Sin pena pero con algo de rabia contenida. Pero feliz por no estar con ellos.
Busqué lobos de distinta calaña, más parecidos a mí. No fue fácil encontrarlos. Casi todos se parecían a ellos.
Ahora ya estoy cansado. Debajo de este viejo roble. Pensé que no tendría que pelear más, pero me equivoqué.
Los lobos, todos los lobos, siguen siempre peleando.
Ángel Lorenzana Alonso