Buscó por todas partes. Registró todas las habitaciones de la casa y revisó, uno por uno, todos los libros de la grandiosa biblioteca que tenía su abuelo materno y que ya le había prometido dejarle en herencia. Cogió su teléfono y fue llamando, uno por uno, a todos sus amigos y conocidos para preguntarles por el libro que le faltaba.

Estaba seguro de haberlo visto y de haberlo tenido en sus manos no hacía mucho. Pero, ahora, no estaba. En su lugar, en la biblioteca, un pequeño hueco lo corroboraba. El libro había desaparecido.

Empezó a dudar, incluso, que el libro hubiera existido siquiera, o que fuera solo fruto de su imaginación y de su deseo de tenerlo. Pero se acordaba de haberlo leído, de haber hecho anotaciones en alguna de sus páginas, en finos papeles para no “profanar” las bellas letras y dibujos, de haberse pasado largos minutos contemplando sus extrañas ilustraciones.

Estaba encuadernado en piel de chivo y cosido con cordones de cuero redondeados, probablemente hechos de los tendones de algún animal. Incluso se atrevió a preguntar a su abuelo por el susodicho libro. El abuelo lo miró y le dijo que lo dejara estar, que ya aparecería. Pero no dejó de buscarlo.

Recordaba que, en sus páginas, hablaba de una extraña asociación, una Hermandad como se llamaban a sí mismos, que se unían para una eterna búsqueda de una vieja espada. Y mezclaba esta búsqueda con unas leyendas y mitos ancestrales nórdicos, de runas y druidas. Una extraña espada que apareció en la tumba de un desconocido líder vikingo. La espada fue datada por los expertos en torno a mediados del siglo X. En su empuñadura, en la unión de la hoja con el puño, en el centro de la guarda, aparecía claramente una cruz templaria hecha en esmalte vidriado. Recordaron algunos que los templarios aparecieron a principios del siglo XII. Aquello no concordaba, a no ser que los templarios la hubieran copiado de los vikingos, cosa poco probable pero no imposible del todo. El misterio se complicaba cuando se descubrió que el acero de la hoja de la espada era claramente de unos quinientos años anteriores a la empuñadura. Y todo ello en una tumba desconocida en un rincón de una diminuta ermita de una pequeña isla de la costa danesa. La historia de la espada, a la que algunos atribuían mágicos poderes, interesó a esta Hermandad, tanto que mandaron a varios de sus miembros y la robaron. Ahora, decía el libro desaparecido, nadie sabía de su paradero.

En este libro que ahora no encontraba, se hablaba de todo ello y se daban algunas hipotéticas pistas para poder encontrarla.

Pero ahora, suspiraba, no solo la espada había desaparecido. El libro, el único que conocía que hablaba de todo ello, también había desaparecido. No obstante, él estaba interesado en encontrarla. Pero nada podría hacer sin las indicaciones explicitadas en el libro. Por eso su interés en que volviera a su sitio en su biblioteca, en su casa, donde siempre había estado.

Recordaba, cuando lo descubrió, haber hablado de él con su abuelo, ya muy mayor por entonces. Ni él sabía cómo había llegado el libro a su biblioteca aunque creía recordar algo de unos mercaderes nórdicos que le habían contado historias de ese tipo en unos días que estuvieron resguardados en su casa a causa de una fuerte tempestad. Y, dijo el abuelo, algo recordaba de un libro de ese tipo pero nunca más se le ocurrió siquiera echarle una ojeada.

El abuelo, una vez al mes, se reunía con otros catorce amigos alrededor de la gran mesa de la biblioteca. Nadie hablaba nunca de esas reuniones, aunque el abuelo le había prometido dejarle asistir a ellas cuando cumpliera los veinte años. Ya solo faltaba año y medio.

Al finalizar una de ellas, cuando todos se habían marchado, el nieto abrió la puerta. El abuelo estaba dormido bajo el gran flexo que iluminaba la sala. En su mano tenía una vieja pluma y un extraño papel estaba sobre la mesa. No hizo ruido para que no despertara. Sabía que se enfadaría bastante por entrar allí sin haberle pedido permiso.

Fue rodeando la mesa y colocando, en silencio, las sillas. En una de ellas habían olvidado un pequeño recorte de papel. Solamente aparecía un número, el 241, y una reseña, “e converso”. Al revés, tradujo al instante. Su mirada se fue hasta el hueco donde antes estaba el libro. Casi pega un salto. El libro estaba en su lugar y tentado estuvo a cogerlo, pero no se atrevió, para no despertar al abuelo que seguía adormilado.

Se acercó hasta él y miró, curioso, el papel en donde había empezado a escribir. Más que papel era una especie de papiro antiguo. En la primera línea, con letras de imprenta, aparecía: Hermandad de la Espada.

Debajo, el abuelo tenía anotado, con una letra de tipo muy antiguo: Acta Nº 12.304, año 1.029. Reunidos los quince miembros actuales de la Hermandad, en el día de hoy, 27 de noviembre de…

Allí, el abuelo se había dormido. Sin hacer ningún ruido, echó una última mirada al libro sonriendo en su interior y salió cerrando la puerta tras de sí. Otro día investigaría lo del papelito que había encontrado.

Dentro de año y medio, o antes si podía, descubriría todos los misterios.

 

Ángel Lorenzana Alonso