
Nunca se supo la edad de mi abuela. Cuando se le preguntaba, o había que ponerlo en algún documento, ella contestaba que tenía noventa y nueve. Siempre se lo oí decir y ella me guiñaba cuando yo estaba presente. Después, a solas, me confesaba que nunca cumpliría cien años porque pensarían que ya era muy vieja. Y sonreía mostrando una boca grande, sin dientes desde que yo recordaba.
Vivió siempre en su vieja casa y nunca se la pudo sacar de allí. Jugaba a la brisca con las vecinas en el corral, mientras le iban durando, porque todas se iban muriendo y ella se santiguaba y decía que rezaría por ellas. Otras venían a sustituirlas y ella seguía allí. En realidad, ella era la abuela de mi madre, o sea mi bisabuela, pero para mí siempre fue esa abuela que no tuve porque murió cuando era muy pequeño.
Un día, con una terrible tormenta encima, la puerta del portalón se abrió con el viento. Y, en medio de truenos y relámpagos, entró un gato negro que fue directo a refugiarse en el regazo de la abuela. Todos le miraron y él los miró a todos. Uno por uno los fue examinando.
La abuela ni se inmutó, como si lo hubiera estado esperando desde siempre. Pasaba su descarnada mano por el lomo del gato y éste hacía que se dormía. Un día le estuve observando y comprobé lo que ya me imaginaba. El gato no dormía. Estoy seguro de que no dormía, de que nunca dormía. Ante cualquier suceso o movimiento, aunque fuera de la araña que colgaba del techo, sus ojos se abrían de repente y se quedaban fijos mirando. No movía ni un músculo más, acurrucado en el regazo protector.
Si alguien o algo se acercaba a la abuela, abría los ojos, se ponía en tensión y emitía un suave zumbido de aviso. Incluso a mí me lo hacía. Me seguía con la mirada mientras le daba un beso. Alguna vez intentó acercar su pata a mi mano que había quedado a su alcance. Sus uñas afiladas no llegaron a tocarme, no porque no lo quisiera sino porque mi abuela lo impedía en el último momento.
Ella parecía más joven de lo que en realidad debía ser. Su cabeza funcionaba a las mil maravillas y, físicamente, se defendía bastante bien. Solo una ligera cojera, herencia de una caída que tuvo de joven. Vivía sola, ahora con el gato, y no quería a nadie salvo de visita. Las arrugas surcaban su cara, el pelo era más blanco que la leche y su cuerpo, muy delgado, se movía a sus anchas por casa y por la calle. Era muy alegre y muy amable aunque su carácter cambió con la llegada del gato.
El mismo día que el gato llegó, el perro desapareció. Llevaba mucho tiempo con mi abuela pero nunca más se supo de él. Era un perro encantador, de los que nunca hace nada salvo esperar un poco de comida. Iba con ella a todas partes y dormía a la puerta de su habitación. Se movía detrás de ella, comía cuando ella comía y solo salía a la calle detrás de ella. Nadie lo vio ni supo más de él. Desapareció sin más.
El padre de mi madre, que vivía en la casa desde que se casó con mi abuela, se asustó cuando se encontró con el gato. Cuando mi abuela murió, él quedó desolado y, con el permiso de la bisabuela, se quedó en casa. Nosotros, mis padres y yo, vivíamos en la casa de al lado. El abuelo odiaba al gato aunque no tuvo mucho tiempo para conocerlo porque murió tres días después de llegar el felino.
También murió el médico que venía a visitar a la abuela de vez en cuando. Alguien insinuó que el gato, que no lo podía ni ver, tuvo algo que ver con su muerte. El doctor aseguraba que era una reencarnación del mismo demonio.
Yo nunca llegué a pensar tanto pero, desde luego, si no era así, era algo parecido. Era negro como la misma noche, sus ojos brillaban en la oscuridad y te daban escalofríos cuando te miraba. Siempre huraño y esquivo, sacaba a relucir sus uñas a la primera de cambio y nunca se le vio nada bueno. Pasaba el tiempo en el regazo y la abuela se iba consumiendo en su presencia.
Un día, cuando el gato había ido a estirar sus patas, la abuela me mandó acercar y me susurró al oído: “Deshazte de él”. Quedé extrañado pero me alegré mucho de su deseo. Aquel bicho no me gustaba nada. Nada de nada.
Tenía que planearlo bien porque no había duda de que el gato era muy listo. Le estuve observando varios días.
La abuela le abría la puerta de la calle después de la cena y el gato salía a darse una vuelta. Entraba por la gatera ya avanzada la noche, a veces con algún arañazo encima y con cara de pocos amigos.
Comprendí que esa era mi oportunidad. Con cuerda de cáñamo, fabriqué un buen lazo y lo coloqué en la gatera, por dentro, una vez que el gato había salido. Aquella noche esperamos, la abuela y yo, a que el gato volviera. Pero nos dormimos esperando.
Por la mañana, ya había amanecido, corrí para ver si la trampa había funcionado. El gato tenía la cuerda alrededor de su cuello, bien apretada. Sus intentos por huir la habían apretado aún más.
Se lo conté a la abuela pero no quiso verlo. Lo recogí con una pala y lo metí en un saco. Metí también unas cuantas piedras para que pesara más. En un pozo de las afueras arrojé el saco que se fue hundiendo en el agua, hasta el fondo del todo.
La abuela celebró con una cena la muerte del gato. Estuvieron invitados mis padres y las señoras que con ella jugaban a la brisca.
Mi bisabuela murió esa misma noche, no se sabe de qué.
Ángel Lorenzana Alonso