
El pueblo había dejado de ir a la iglesia. El cura, que venía desde la ciudad cercana, se cansó también de subir en su viejo coche para decir la misa del domingo. No merecía la pena. Se lo dijo al señor obispo y la iglesia quedó cerrada sin más.
Estaba bien situada, en un lugar de paso de peregrinos y bastante cerca de otros sitios turísticos. Por eso era un lugar muy apetecible. Un día, dos señores encorbatados bajaron de un gran coche negro y anduvieron dando vueltas por fuera de la iglesia. Y anotaban algunas mediciones que iban haciendo. En el bar de enfrente algo hablaron de un fondo de inversión inmobiliario.
Unos días más tarde, los mismos señores, acompañados del obispo y del párroco, vinieron en grandes coches, aparcaron en la misma entrada, dieron otra vuelta en redondo, examinaron el porche y entraron. Se metieron en la sacristía, donde nadie los oía. ¿Nadie? Ellos no se dieron cuenta pero un pequeño ratón había hecho de la sacristía su morada. Y les estuvo escuchando.
Hablaron de la iglesia, de su situación estratégica, de los metros cuadrados que tenía, de dinero, del dinero que el obispado podría ingresar si la vendía, de que la iglesia ya no hacía ningún servicio, de que los fieles ni lo notarían, de que el pueblo siempre saldría ganando… Regatearon pero no se pusieron de acuerdo. Las posiciones estaban muy separadas aunque “todo era cuestión de hablarlo”.
Pero el señor obispo hablaba también de la cuestión espiritual, de que habría que hacerlo de forma más disimulada, de que la iglesia aquella no era del obispado sino de la Iglesia con mayúsculas, de la opinión de los feligreses ahora tan ausentes pero…
El ratón no se lo podía creer. Iban a derribar su casa. Algo tendría que hacer y rápido. Tendría que buscar aliados en esta lucha tan desigual. En su pequeña cabeza rebuscó otros posibles perjudicados para hablar con ellos. Además de los vecinos, que no le harían mucho caso, solo quedaban la golondrina que tenía su nido en el pórtico y la cigüeña que tenía su nido en la torre. Todos se quedarían sin hogar si derribaban la iglesia.
Salió de la sacristía, abandonó la iglesia por el túnel de emergencia que tenía preparado para estos casos y trepó hasta la viga donde la golondrina tenía su nido. Ella no estaba pero el ratón esperó. Cuando apareció, se asustó al verle y miró y contó los huevos del nido. El ratón le dijo que estuviera tranquila y que escuchara.
La golondrina fue a avisar a la cigüeña a la que contaron también lo que acontecía. Precavidos, buscaron un lugar en que pudieran reunirse sin ser vistos. El ratón propuso la propia sacristía, pero tenían que buscar un sitio para que entraran ellas dos. La cigüeña se acercó a una de las ventanas más altas y, con su pico, rompió el cristal. Entraron y se reunieron. Habría que actuar y con rapidez. Y lo tenían que hacer ellos tres, en secreto y sin hacer ruido. Que no se enterasen ni los curas ni los inmobiliarios. Quedaron en pensarlo y reunirse en la misma sacristía dentro de tres días.
Ardua cuestión la que les había caído. Cada uno pensó a fondo pero solo a la cigüeña se le ocurrió algo. A los tres días, se lo expuso a sus compañeros y todos aprobaron el plan. Tenía que funcionar a toda costa. Ellas podían volar y él conocía la iglesia a fondo. Y podían entrar y salir sin ser vistos. Mañana empezarían con el plan.
Al día siguiente, muy de mañana, la cigüeña y la golondrina volaron hasta un monasterio abandonado en las montañas. Buscaron hasta encontrar un cáliz, unas viejas vinajeras, una estola y algunas hostias sin consagrar. Un incensario y varias casullas eran objetos demasiado pesados. Por ahora.
El ratón, por su parte, buscó y encontró velas, cirios y un encendedor. Y una cestilla para recoger las limosnas de los fieles. Había una esquila y varias imágenes pequeñas de la Virgen. Encontró también las llaves que encendían las luces y comprobó que no era demasiado difícil encenderlas y apagarlas.
Y comenzaron con su plan.
El sábado por la tarde, cuando más gente andaba por el pueblo, la cigüeña encendió todas las luces de la iglesia y salió para su nido a ver qué pasaba.
No tardaron mucho en acercarse a la puerta de la iglesia. Se extrañaron al encontrarla cerrada pero no dijeron nada. Trataron de mirar dentro pero las pequeñas ventanas estaban demasiado altas. Comentaron en el bar lo de las luces encendidas.
Cinco minutos después sonaron las campanas. La cigüeña había logrado hacer sonar el badajo. Los vecinos fueron a ver qué pasaba pero no vieron nada raro salvo las luces encendidas. Llamaron a la custodia de las llaves y entraron en la iglesia.
Dos cirios estaban encendidos junto al altar iluminando una imagen de la Virgen. Las campanas volvieron a sonar y una esquila sonaba en el coro.
Y así un sábado tras otro. La noticia corrió por los pueblos vecinos y llegó a oídos del párroco que, enseguida, se lo contó al obispo. Todos acudieron el sábado a ver aquel fenómeno. El sábado en que estaba el obispo, una hostia estaba junto al cáliz, encima del altar.
El obispo salió y llamó a los del fondo de inversión.
– La iglesia no se vende – les dijo.
Ángel Lorenzana Alonso