Adaptación del documental «Viajes egipcios con Dan Cruickshank»

Desde el principio de su reinado, el faraón Akenatón y su hermosa esposa Nefertiti decidieron desafiar todo el sistema de fe del Antiguo Egipto.

Estaban dispuestos a sacudir las bases mismas de la visión del mundo egipcia. Y sus ideas llevarían a la nación al borde del abismo.

Empezó a reinar durante los años dorados del Imperio egipcio, hace casi 3.500 años.

Egipto era el más rico y poderoso del mundo.

Su ejército derrotaba a cualquier otro que lo enfrentara; sus cosechas eran abundantes y su población bien alimentada; sus suntuosos templos y palacios reales estaban colmados de tesoros y todos estaban convencidos de que su éxito se debía a que mantenían a los dioses contentos.

Fue entonces cuando Akenatón llegó al trono con ganas de cambiar una religión de unos 1.500 años de antigüedad.

Solamente el Sol

La idea de Akenatón era dramática y revolucionaria: por primera vez en la historia, un faraón quería reemplazar el panteón de los dioses egipcios con uno solo, el creador de todo: el Sol o Atón, como se llamaba.

Era el décimo faraón de la dinastía XVIII de Egipto y reinó empezó alrededor de 1353 a. C., una época que lo que estaba proponiendo era herejía.

Sin embargo, él era un faraón, un dios viviente y podía cambiar todo: la religión, la política, el arte y hasta el lenguaje. Y vaya si lo hizo.

Decretó que los 2.000 dioses tradicionales que habían protegido a Egipto por más de mil años quedaban eliminados.

Es difícil imaginar lo que sintieron los egipcios del común. El concepto debió ser inconcebible.

Sorprendente

Los dioses en formas animales y humanas fueron reemplazados por un dios abstracto, el Sol que iluminaba con sus rayos al rey.

Para los sacerdotes tradicionales, quienes habían dedicado sus vidas enteras a los antiguos dioses y habían sido extremadamente poderosos hasta entonces, era una catástrofe.

Prácticamente habían gobernado el país y de repente eran redundantes. Akenatón empezó a adquirir peligrosos enemigos.

Y el siguiente anuncio de la pareja real fue igual de sorprendente.

Dejarían la antigua y sagrada ciudad de Tebas, el corazón de toda la nación, y se dirigirían hacia el norte por el río Nilo en busca de una nueva utopía.

Con destino al futuro

Era el 5º año de su reinado, y Akenatón claramente quería romper con el pasado.

A Nefertiti le dio el título de Gran Esposa Real e igualdad de poderes.

Juntos viajaron unos 320 kilómetros hasta llegar a lo que en la actualidad es Amarna, donde construyeron una ciudad.

En una roca que todavía está en una de las lomas está escrita una proclamación pública compuesta por Akenatón que explica la razón que lo llevó a escoger precisamente ese lugar.

Según dice, el gran dios sol les dijo: «Construyan aquí».

¿Cómo se los dijo? Con una señal.

El lugar está rodeado de lomas y en ciertos momentos del año el Sol sale entre una grieta creando la forma del jeroglífico del horizonte.

Atón, interpretó el faraón, le estaba indicando dónde debía construir su ciudad sagrada.

Y así lo hizo, a una velocidad vertiginosa.

Horizonte de Atón

Miles de personas de la lejana Tebas fueron traídas para construir, decorar y administrar la nueva capital en la que llegaron a vivir hasta 50.000 personas.

Excavaron pozos, plantaron árboles y jardines; el árido desierto floreció.

Construyeron casas y palacios bellamente decorados, así como templos al dios único.

La visión de Akenatón de una utopía religiosa se fue convirtiendo en una realidad.

La ciudad a la que llamó Ajetatón -que significa Horizonte de Atón- se volvió el nuevo corazón político y religioso de la nación, el centro de un nuevo culto.

Ternura

No sólo la capital y la religión cambiaron.

Su revolución trajo otras novedades que podemos ver miles de años más tarde.

Detallados grabados encontrados en Amarna revelan cómo vivía la familia real.

Imágenes como estás muestran a Akenatón y Nefertiti abrazando a sus hijas.

Hasta entonces, ninguna familia real egipcia había sido retratada mostrando afecto.

Comparadas con el arte egipcio anterior, que tiende a tener una cualidad estática y monumental, como si diseñado para durar una eternidad, estas representaciones son espontáneas y llenas de vida.

No sólo eso. Fíjate en esta estatua de Akenatón, una de las pocas que aún existen.

La pose es estándar: de frente, con sus brazos cruzados sosteniendo insignias reales, la doble corona y falda corta.

Pero su fisonomía es completamente distinta a la de los faraones que vinieron antes y después.

Usualmente, los faraones eran representados de manera que parecieran convencionalmente bien parecidos, fuertes y varoniles.

Akenatón por el contrario tiene un rostro estirado, con una nariz alargada que apunta a su puntiaguda barbilla.

Sus inusuales labios carnosos le hacen eco a la sensualidad femenina de sus caderas anchas, mientras que su barriga poco halagüeña cuelga sobre su cinturón.

Es una pieza de arte sagrado asombrosamente expresionista.

Rezar al aire libre

Otra forma de demostrar la ruptura con el pasado fue a través de la arquitectura.

Los templos tradicionalmente eran cerrados: al entrar al complejo, el piso se levantaba gradualmente, el techo caía y había muy poca luz.

El culto al Sol trajo santuarios al aire libre, algo que se hacía antes pero nunca a tan gran escala.

Sin embargo, eventualmente los únicos fieles que podían entrar en esos templos eran el faraón y su esposa.

Por escritos y grabados, sabemos que Akenatón y Nefertiti empezaron a creer que sólo ellos se podían comunicar con Atón, que Akenatón era el hijo de Dios y Nefertiti también era divina.

Sus súbditos tenían que adorarlos como dioses.

Ese fue el pináculo del fabuloso sueño de la pareja real.

Del éxtasis a la agonía

Akenatón había logrado establecer una nueva ciudad, un paraíso religioso en el desierto.

Se había declarado hijo de Dios y parecía que su revolución religiosa en Egipto era exitosa.

Pero todo empezó a derrumbarse.

Sus súbditos, incluso los que vivían en su ciudad, realmente no habían abandonado a los otros dioses y el faraón se enteró de la traición.

Ordenó buscar todas las imágenes de los antiguos dioses y destruirlas, especialmente las del rey de todos los reyes Amón-Ra.

El faraón se tornó intolerante. Envió a sus soldados a borrar la memoria de los dioses en todas sus tierras. A finales de su reinado, su revolución se amargó.

Además, como se rehusaba a salir de su amada ciudad, era visto como débil y el país vulnerable a invasiones.

Tabletas de arcilla encontradas en Amarna revelan la naturaleza del problema.

Una de ellas es del gobernante de uno de los estados vasallos de Akenatón, uno de los países vecinos protegidos.

Le ruega al faraón que envíe tropas para ayudarlo a mantener en raya a los hititas, los archienemigos de Egipto.

«Se lo pedí pero no me respondió. No me ha mandado la ayuda que necesito», se queja el gobernante desesperado, en vano, pues Akenatón nunca envió la ayuda y el estado cayó en manos de los hititas.

Tenía al ejército estaba demasiado ocupado persiguiendo dioses, aunque Egipto perdiera territorios, poder, posesiones y su estatus en el mundo.

Eso era muy grave. Fue entonces cuando sufrió tragedias personales.

Todas juntas

En las paredes de la tumba de Akenatón está grabado el drama de la familia.

Aunque están muy dañadas, se puede ver una escena de luto. Una de las princesas murió y sus padres aparecen llorando.

Eso es algo sin precedentes: las familias reales nunca mostraban públicamente emociones.

Hay además evidencia que indica que Akenatón perdió más de una hija, probablemente víctimas de la peste, que en esas época arrasaba con el país.

Una epidemia de ese tipo podía matar al 40% de la población y, como era el faraón, Akenatón era considerado personalmente responsable por la desgracia.

Era obvio, para sus súbditos, que la catástrofe se debía a que había ofendido a los antiguos dioses.

Cuando parecía que la situación no podía ser peor, perdió a la mujer que lo acompañó desde el principio: la reina Nefertiti.

Paraíso perdido

El paraíso de Akenatón estaba al borde del colapso.

Para sus asesores y cortesanos seguro era un lastre peligroso. El país estaba perdiendo su riqueza y poderío.

13 años después de la fundación de su ciudad, Akenatón murió.

Hay quienes creen que fue asesinado para que su reinado terminara.

La ciudad fue abandonada y más tarde sistemáticamente destruida, borrada de la memoria, junto con el culto a Atón y el mismo Akenatón, quien por mucho tiempo fue sólo recordado por ser, probablemente, el padre del gran Tutankamón, su sucesor.

Fue Tutankamón quien rescató a los antiguos dioses, y restauró el poder y la prosperidad de Egipto.

Los sacerdotes regresaron, más poderosos que nunca. Y la vida volvió a la normalidad.

Ningún faraón egipcio volvió jamás a tratar de cambiar el orden establecido o a desafiar a los dioses.

Los que vinieron después de Akenatón se esforzaron por destruir cualquier rastro de él y de su culto hereje.

Sus estatuas fueron derribadas y, para despojarlas de significado, las piedras de sus templos usadas como material de construcción de otros nuevos.

Esas rocas talladas quedaron ocultas para que nadie las volviera a ver.

La ironía es que eso las preservó para la posteridad: en la década de 1920 empezaron a emerger y mucho de lo que sabemos de Akenatón y el culto de Atón viene de ellas.

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