Vulcano tenía que existir, de otra manera, algo estaba mal en la ley de gravitación universal de Newton que había funcionado perfectamente en todo lo demás.

Todo indicaba que estaba ahí. Y ese ‘todo’ eran los cálculos de eminentes científicos que conocían a la perfección ese Universo que había legado Isaac Newton y las leyes que lo regían desde 1687.

La ley de la gravitación universal había explicado el movimiento celestial de los astros sin lugar a dudas durante dos siglos y, según ese marco teórico, lo único que podía explicar la órbita de Mercurio, uno de los fenómenos más desconcertantes del Sistema Solar, era la existencia de un planeta hasta entonces no avistado.

«Un planeta, o si uno prefiere un grupo de planetas más pequeños que circulan en las proximidades de la órbita de Mercurio, sería capaz de producir la perturbación anómala sentida por el último planeta», propuso en 1859 Urbain Joseph Le Verrier, el más famoso astrónomo del mundo en ese entonces y director del Observatorio de París.

Así como su existencia, el nombre de ese planeta que orbitaba tan cerca de las llamas del Sol tenía sentido: Vulcano, el equivalente romano del dios griego Hefesto, el herrero divino.

Le Verrier no fue el primero en sospechar la presencia del planeta fantasma: esta imagen, por ejemplo, muestra un diagrama del Sistema Solar para escuelas y academias publicado por la litografía neoyorquina E. Jones & G.W. Newman, en 1846.

Sin embargo, el hecho de que fuera precisamente ese gran astrónomo quien publicaba la hipótesis de que fuera Vulcano el causante de la excentricidad de la órbita del planeta más pequeño le daba peso dada la razón de su excelente reputación.

El más distante del Sol

13 años antes, Le Verrier había hecho pública en la Academia Francesa su predicción de la posición de un planeta que perturbaba la órbita de Urano.

Además, se la había enviado por carta a Johann Galle del Observatorio de Berlín quien al recibirla, el 23 de septiembre de 1946, se había puesto inmediatamente en la tarea de buscar el entonces desconocido planeta. En cuestión de pocas horas lo ubicó a sólo 1º de la posición predicha.

Era Neptuno.

Le Verrier era matemático y descubrió a Neptuno sin verlo.

Le Verrier había revelado su existencia a punta de cálculos matemáticos.

Así como Mercurio, Urano -el planeta conocido que estaba más lejos del Sol- mostraba una pequeña discrepancia en su órbita que no podía ser explicada por la fuerza de gravedad de los otros planetas y el Sol.

Sin embargo, partiendo de la ley de gravedad y suponiendo la presencia y movimiento de un cuerpo celeste más distante que Urano había logrado no sólo descubrir un nuevo astro y convertirse él mismo un astro de la ciencia sino además reafirmar la verdad newtoniana.

El más cercano al Sol

Para resolver la incógnita del excéntrico Mercurio -cuyo perihelio (el punto en el que pasa más cerca del Sol) parecía cambiar ligeramente con cada órbita- Le Verrier había seguido el mismo método, con la misma meticulosa atención a los detalles.

Tras calcular la influencia que tenía la atracción gravitatoria de Venus, la Tierra, Marte y Júpiter, sus predicciones de la órbita de Mercurio estaban siempre ligeramente erradas.

Mercurio sencillamente nunca estaba donde se suponía de acuerdo a todos los conocimientos de la época. La solución al enigma debía ser, como en el caso de Urano, la presencia de Vulcano.

Sólo faltaba encontrarlo.

El lío en esta ocasión era que estaría tan cerca del Sol que sólo podría verse durante eclipses totales o si pasaba directamente entre la Tierra y el Sol, cuando se aparecería como un círculo oscuro recorriendo en línea recta de oeste a este la cara de nuestra estrella.

El siguiente eclipse no estaba lejos: julio de 1860, no obstante, dado que hasta que no fuera satisfactoriamente explicada la anomalía mercurial el cosmos seguiría en desorden, era preferible encontrar a Vulcano lo antes posible.

¿Quizás los astrónomos dedicados a observar la superficie del Sol ya lo habían visto sin darse cuenta?

Pues, sorpresivamente, sí.

Un doctor aficionado a la astronomía llamado Edmond Modeste Lescarbault unos meses antes había observado con su telescopio un punto negro pasando por delante del Sol, había tomado nota del tamaño, la velocidad y la duración del tránsito.

Meses después, tras leer sobre el planeta hipotético de Le Verrier, le mandó una carta con todos los detalles. El renombrado astrónomo fue a visitarlo, revisó el equipo y las notas del doctor y, entusiasmado, anunció el descubrimiento de Vulcano a principios de 1860.

Sin embargo, aún era necesaria la confirmación independiente de un profesional y el nuevo planeta era tremendamente difícil de divisar.

Aunque muchos, frustrados, empezaron a dudar de su existencia, Vulcano se convirtió en uno de los cuerpos celestes más buscados de la astronomía… y encontrados.

A lo largo de los años hubo avistamientos de aficionados y astrónomos respetados, su existencia fue confirmada y desmentida varias veces, los medios difundieron la noticia de su presencia más de una vez y la especulación persistió hasta el siglo XX.

Más exactamente, hasta un día de noviembre de 1915.

Las palpitaciones de Einstein

La existencia real o imaginaria de Vulcano llegó a su fin en la Academia Prusiana de las Ciencias cuando Albert Einstein desbarajustó la visión que se tenía del Universo con su Teoría de la Relatividad General.

Poco antes de presentarla la había usado para armar el rompecabezas de Mercurio y comprobó que explicaba perfectamente la discrepancia en su órbita.

A su amigo Adriaan Fokker le comentaría después que cuando hizo los cálculos y «la respuesta fue 43″ por siglo» le habían dado palpitaciones.

«Einstein no sólo dijo, mis cálculos son mejores. Dijo: ‘Tienen que cambiar fundamentalmente la idea que tienen de las características de la realidad», le explicó a National Geographic Thomas Levenson, profesor de MIT y autor de «The Hunt for Vulcan».

El meollo de la Relatividad General es que el espacio y el tiempo no son estáticos, sino dinámicos y pueden cambiar.

Lo que Einstein argumentó para explicar la peculiaridad de la órbita de Mercurio fue que un objeto masivo -en este caso el Sol- era capaz de doblar el espacio y el tiempo y alterar el camino de la luz, de manera que un rayo que pase cerca del Sol recorre un camino curvo.

«Desmentir la existencia de Vulcano fue central para Einstein porque mostró que esta extraña y radicalmente nueva idea suya de que el espacio-tiempo fluye era en realidad la manera correcta de ver el Universo», subrayó Levenson.

Mercurio no estaba siendo arrastrado por algún otro objeto, concluyó, simplemente se movía a través del espacio-tiempo distorsionado.

Así, «Vulcano fue expulsado del cielo astronómico para siempre», escribió el autor Isaac Asimov en su ensayo científico «El planeta que no fue» de 1975.

Con todo el respeto que tiene bien merecido, quizás debió especificar que fue expulsado de nuestro Sistema Solar pues quizás, al «alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar», encontremos uno que otro vulcano.

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