El silencio de su sonrisa dejó escapar miedos de mi interior. Levantó enredos de mariposas azules y blancas de esas sábanas ajadas entre sombras de atardeceres y luces de amanecidas casi perdidas en los recuerdos que llenaban los vacíos de mi habitación.
Se levantó despacio, mirando de reojo, o sin mirar, una luna preñada de anhelos cuya luz intentaba colarse por mi ventana y venir a reposar junto a nosotros. Ella no esperó a que la luna la tocase. Ni siquiera vio su brillo en mis ojos semidormidos aún.
Solamente retiró la tela que la cubría, se vistió como si estuviera acostumbrada a hacerlo, absorta en pensamientos de no se sabe qué, se inclinó y me besó sin besarme, barrió con su mirada la habitación como si quisiera hacerla parte de sus recuerdos. Y se marchó.
Llenaba ya una página insignificante en el álbum de recuerdos, cuando volví a verla. Apenas la reconocí. Agarrada del brazo de una barriga llena de pompas baratas pero que presumían de riqueza, tocado su pelo con un sombrero de esos que sirven para llamar la atención más que para ir elegante, distraída y distante mientras caminaba al paso que marcaba la figura que estaba a su lado.
Ni me vio ni quiso verme. Era otro momento y otro mundo distinto del nuestro. Saqué mi teléfono, marqué su número y la llamé. Vi como sacaba su móvil del bolso, miraba extrañada la pantalla, descolgaba y contestaba: “Nos hemos equivocado”.
Pero colgó. Se avivaron mis recuerdos y sus recuerdos, o al menos eso quise pensar yo, siguió caminando y se perdió entre las sombras de una ciudad que nunca me gustó pero que, en alguna ocasión, llegué a vivirla gracias a ella.
Angel Lorenzana Alonso