Ayer, dejándome llevar por la tarde seca y fría de este invierno que no tiene en cuenta las teorías del cambio climático, me senté en un banco, como hago a menudo, simplemente para ver pasar el tiempo.
Un anciano, cargado de arrugas y con un sombrero calado, tan viejo como él, se sentó a mi lado. Nos miramos sin vernos, como quien mira al infinito dejándose llevar por sueños inimaginables cargados de deseos incumplidos, deseos que nunca se hicieron realidad pero que ahora, por edad, ya se han convertido en imposibles y que seguirán siendo deseos para siempre. Deseos de tantas y tantas cosas que no caben en nuestra imaginación.
Yo miraba al infinito. El hacía surcos invisibles en la acera con su bastón con punta de acero. Yo pensaba en el tiempo pero el tiempo sólo pensaba en él.
Y así estuvimos hasta que el frío del oscurecer comenzó a helar nuestros corazones solitarios. Sin soltar palabra, sin mirarnos, sin hacer ademán de querer conocernos. Así estuvimos, entre arcadas de tabaco y humo en nuestros ojos, entre rabias contenidas y frases que no vieron la luz. Entre niños que jugaban en el parque pero que ni él ni yo queríamos ver. Entre paseantes con prisas para no ir a ninguna parte. Entre plantas del cercano jardín, frías no por viejas sino por cuidadas. Entre aromas solitarios de una ciudad que se pudría poco a poco entre una gente adoquinada y con la cabeza llena de cemento y de coches y de ropas y de…. y de suspiros.
El anciano se levantó, se acurrucó en su abrigo, se volvió hacia mí y me dijo: “gracias por su compañía”. No supe qué responderle.
Le seguí con la mirada en su andar cansino, sin prisas… ¿para qué?…, sin volverse a mirarme.. ¿para qué?…, sin mirar hacia adelante. Solo miraba la punta de sus zapatos y sus zapatos iban y venían al son de su bastón como si ya estuvieran desde hace tiempo acostumbrados los unos a los otros.
Me levanté. Le fui siguiendo sin saber por qué. Solamente una malsana curiosidad me llevaba tras él. Tuve que acelerar el paso para poder verlo entre una niebla gris que mojaba mi abrigo, que llenaba de escarcha mi barba y que se iba haciendo más y más densa a cada paso. Una niebla que reflejaba las luces de una ciudad perdida en el abismo de la suficiencia, pueril abismo de los mediocres. Una ciudad que no era ni mía ni del anciano. Una ciudad helada, tan helada como la conversación que no habíamos tenido. Una ciudad que hizo que esa conversación no existiera ni tuviera nunca indicios de ser comenzada. Una ciudad que proclama su distancia entre los hombres, que maldice a quién habla con otros y que condena a las personas amables.
El anciano se me perdió en medio de la niebla.
Y me quedé pensando en lo absurdo de todo aquello. Sólo queríamos compañía. Pero la ciudad, esta ciudad inmisericorde, con sus fantasmas de ahora y de siempre, nos lo prohibió una vez más.
Angel Lorenzana Alonso