A Khaled le gustaban las estaciones de metro. Sobre todo la cercana al piso donde se había mudado recientemente con su hermano, gracias a una beca, por la extraordinaria mente para los números que Ahmad tenía. Lo que más le gustaba a Khaled de aquella estación de metro, era la calma que le producía el sonido del didgeridoo o didyeridú, instrumento aborigen australiano de viento. No sabía el motivo, pero aquel sonido le transportaba a sus raíces. Cada mañana, tuviera o no, que coger el metro, se iba a escuchar un rato aquellas melodías que le devolvían calma. El verse todos los días, fue haciendo un ñudo de compañía entre el instrumentista y Khaled. Se contaban sus añoranzas, compartían extraordinarios silencios, en fin, empatizaron mucho uno con el otro. Pero aquella mañana Joshua, así se llamaba el concertista del didyeridú, no estaba. A Khaled, se le removió una enorme espina en las entrañas. Tomó el metro muy triste. ¿Qué le habría pasado a Joshua? Cuando bajó del tren que circulaba bajo la ciudad, se sentía como flotando, era extraño sentirse así, y además no le gustaba nada vibrar en esa sensación de irrealidad, como prólogo a una tragedia. De pronto, un transeúnte en la cera de enfrente le llamó la atención. ¡Cómo se parecía a su primo Samir! Pero era imposible que fuera él. Samir se había ido al frente y nunca más supieron de él. Le siguió con la mirada entristecida y entonces: ¡No puede ser, es él, tiene que ser él! ¿Qué había saltado la alarma en las vísceras de Khaled? Aquel revire de hombros, solo se lo había visto a su primo. ¡Tenía que ser él! Aquel ademán solo era de él. Corrió sin esperar a que cambiara el semáforo, dio un par de trompicones a unos viandantes, les pidió perdón ya casi a un metro de ellos, al fin logró plantarse delante de ¿Samir? Se detuvo hasta la respiración del universo. Se ralentizó el ritmo cardíaco de ambos. Se paralizaron uno frente al otro, estudiándose, cerciorándose de que era cierta aquella imagen que tenían delante. Luego los abrazos, las lágrimas, los sonidos del reencuentro llenaron la mañana con una alegría infinita. Era como un parto en medio de la calle. Nacían otra vez, juntos a la experiencia. Khaled le llevó a casa. Abrazos, llanto, risas. Volvieron a notar las raíces que una guerra les había cercenado. El hilo de la vida, les unía de nuevo.
Mordida existencial: Un hilo muy frágil, separa la risa del llanto, la vida de la muerte, la calma del dolor. Un hilo muy frágil que se nos olvida acariciar de vez en cuando para que no se rompa. Un hilo, el mismo hilo para todos, que cada uno teje o desteje con cordura o con odio, con razón o con terquedad. Un hilo, en fin, que es nuestra vida y la de los otros. Los otros, que somos nosotros.
Manuela Bodas Puente.