Mary Anning nació en 1799 en el seno de una familia pobre, en Lyme Regis, una pequeña localidad en la llamada Costa Jurásica del sur de Inglaterra, en la que los acantilados guardan evidencia fosilizada de la vida en la Tierra hace millones de años.

De niña, le encantaba pasear por la playa y los acantilados con su padre. Él era ebanista, pero su pasión era la búsqueda de fósiles. Le enseñó a Mary todo lo que sabía sobre ellos.

Vendían los que encontraban a los turistas en un puesto frente a su casa.

Pero una noche lluviosa, ocurrió una tragedia.

Mientras buscaba fósiles, su padre resbaló y se cayó de los acantilados.

Sus heridas fueron graves y, debilitado por la caída, murió poco después de tuberculosis.

Su muerte dejó a la familia devastada y sumida en deudas.

Sus vidas se convirtieron en una lucha por la supervivencia.

Para ayudar, Mary continuó vendiendo los fósiles sola, mientras los lugareños cotilleaban sobre su familia.

Un día, el hermano de Mary vio una calavera inusual en la playa.

Mary, de 12 años, buscó sin cesar el resto de los huesos y los desenterró.

Había encontrado e identificado el primer esqueleto completo de ictiosaurio.

Era una criatura de aspecto extraño, mitad pez, mitad reptil (de ahí su nombre, que significa «lagartos peces»), que vivió en la era mesozoica desde el Triásico inferior hasta su extinción en el Cretácico Superior, es decir, aproximadamente hace entre 245 y 90 millones de años.

Su descubrimiento fue evidencia de una idea muy controvertida en ese momento: la extinción.

A muchos cristianos les sorprendía la idea de que Dios pudiera dejar que una especie muriera.

El descubrimiento hizo que geólogos educados se dieran cuenta de la existencia y el trabajo de Mary y comenzaron a acudir a ella en busca de consejo.

A los 22 años, Mary descubrió el primer esqueleto de plesiosaurio (que significa «cercano al lagarto», derivado del griego plesios, «cerca de» y sauros, «lagarto o reptil»).

Al principio, los expertos declararon que su nuevo hallazgo era falso, pero finalmente se demostró que tenía razón.

En esa época estaba prohibido que las mujeres fueran miembros de las Sociedades Geológicas, por lo que no era posible atribuirle a Mary el mérito de sus descubrimientos innovadores.

Ese mérito era de los hombres que estudiaron sus fósiles y publicaron artículos científicos sobre ellos. Algunos incluso daban conferencias sobre ellos sin mencionar siquiera a la mujer que los había descubierto.

Pero Mary no se desalentó.

Ahorró para comprar una tienda para vender sus fósiles y continuó buscando antiguas criaturas jurásicas.

Estudió las rocas con tanto cuidado que podía detectar hasta «corprolitos»: pedazos de caca de dinosaurio fosilizados.

A pesar de todo esto, todavía no era muy respetada y seguía siendo muy pobre.

Las cosas empeoraron: su amado perro Tray murió en un deslizamiento de tierra, perdió sus ahorros en una mala inversión y se enfermó de cáncer de mama.

La medicina que le dieron la hacía temblar y perder el equilibrio. Los lugareños se mofaban de ella, etiquetándola de borracha.

Mary Anning murió a los 47 años, en 1846.

Solo en su lecho de muerte comenzó a obtener el crédito que se merecía.

La Sociedad Geológica de Londres la hizo miembro honorario y empezó a escribir sobre los logros de su vida.

Ahora su contribución excepcional a la paleontología es totalmente reconocida y es una célebre mujer de ciencia.